MANUAL DE CRITICA DE LA ARQUITECTURA
domingo, 30 de junio de 2013
sábado, 29 de junio de 2013
viernes, 28 de junio de 2013
INDICE
PRELOGO
CAPITULO PRIMERO: GUSTO TEORÍA Y CRITICA
El gusto es mío
Abundancia de dioses
De la crítica como poética
CAPITULO II: LA SANTA TRINIDAD
La función "pa" empezar
Sólido, líquido o gaseoso
Venus
CAPITULO III: UN ALFABETO DE LA IMAGEN
Forma y abstracción
El buen color
Textura
Materia
Proporción
CAPITULO IV: VOCABULARIO BÁSICO
Jergas, modismos y diccionarios
El espacio y la columna
Decoración
CAPITULO V: ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION
Lengua y gramática
Composición
El tipo y la moda
ULTÍLOGO
NOTA POSTRERA
lunes, 24 de junio de 2013
PRELOGO
Esto es una declaración de intenciones, es decir, un "prelogo", o sea, un antes del logo escrito por el mismo autor del libro. Como palabra para empezar prefiero la inexistente prelogo que la habitual pro-logo (o prólogo) pues ésta es más difusa ya que puede ser lo mismo un canto final a lo escrito, "en pro del logo", o un dar ánimos para empezar con el logo; ánimos que, a su vez, no se sabe bien si son para el escritor que empieza a escribir el libro (generalmente no) o para el lector que se propone leerlo.
Por lo general se suelen leer prólogos que son
"prolongos", o sea, prolongaciones del libro escritas como
"presentaciones". En el caso de este libro no es así: he decidido
empezarlo diciendo sinceramente lo que quiero hacer, así que "prefacio"
sería más adecuado que pro-logo pero puesto que lo que voy a "facer"
no es más que “logos”, sigo prefiriendo llamar a ésto "prelogo".
Bueno, luego se verá lo que hago y tal vez, al final (no lo sé aún), escriba un
epílogo, o mejor, un ultílogo.
Quiere decir todo ello que el lector tiene entre sus manos una
"idea" de este libro que yo aún no poseo. Habrá leído la solapa,
habrá ojeado el índice, habrá echado un vistazo a las ilustraciones y a algunas
líneas del texto para ver de qué va. A estas alturas, el autor, o sea yo, tiene
tan sólo una pantalla de ordenador en blanco y una ligera idea del libro que
quiere escribir. Nunca me había puesto a pensar seriamente en la asimetría que
se da entre el escritor y el lector. Los libros son falsos mitos de
comunicación: creemos que lo que escribimos es lo que decimos o pensamos pero
eso no es verdad pues, para empezar, está claro que lo que ahora escriba será
posteriormente revisado y corregido por mí mismo antes de darlo a su lectura.
Los tiempos de comunicación del libro son bastante más aleatorios
de lo que nos creemos. Yo empiezo el libro en el mes de septiembre del 2001,
concretamente hoy día 24, festividad de la Merced. El lector sabrá qué día es
hoy para él y si eso tiene que ver con el libro o es indiferente. Así mismo, el
lector podrá releer el libro más adelante, extrayendo cosas en las que no había
reparado en la primera lectura, y así sucesivamente.
Pensándolo bien, un libro se parece mucho más a un edificio que a
una conversación, clase o conferencia. En el ejercicio de la arquitectura me he
desesperado no pocas veces con la distancia que media entre el boceto inicial,
el ajuste de los planos y la ejecución de las obras, pues cuando llegaba a
éstas no podía recordar qué es lo que había querido hacer meses o años atrás.
Luego he descubierto que los edificios se hacen cuando se habitan (como los
libros cuando se leen), pero de esto ya se hablará más adelante.
También le diré al lector que lo empiezo a escribir en Logroño,
ciudad de España, en donde he ejercido la profesión liberal de arquitecto
durante diez años y donde he sido profesor de diseño en una Escuela de Artes y
Oficios durante doce. Entre lo uno y lo otro fui arquitecto municipal de la
ciudad de Nájera durante tres años. Sumando etapas, el año pasado hice las
bodas de plata con la profesión, lo que quiere decir que podré ser todavía un
ingenuo (y el hecho de ponerme a escribir un libro lo demuestra) pero no
un inexperto. El lector sabrá también si estos datos le sirven para algo. Yo
los suelo echar en falta en muchos libros, por eso los pongo aquí en este
prelogo.
Aunque sea éste mi primer libro escrito de comienzo a fin, no soy
novel en la escritura. En el año 1983 escribí y publiqué mi primer artículo y
desde entonces no he parado de escribir sobre arquitectura. A comienzos del año
2000 preparé una recopilación de mis mejores artículos bajo el título "Una
Voz en un Lugar" y lo envié a varias editoriales. En las fechas en que
esto escribo todavía anda por ahí en busca de editor. Con las sobras, esto es,
con artículos de temática más local y acaso efímera, salió otro libro
recopilatorio que, éste sí, fue felizmente editado por el Colegio de
Arquitectos de La Rioja con el título "El Retablo de Ambasaguas".
Entre la preparación de las dos recopilaciones mencionadas y el
comienzo de este libro escribí varias docenas más de artículos que no he tenido
ánimo aún de agruparlos en una obra mayor para su edición en forma de libro
pero que, a cambio, me han dado suficiente confianza en mí mismo como para acometer
una escritura más prolongada. Aunque no creo que lo consiga, procuraré no hacer
continuas referencias a mis artículos y trataré de entenderlos como material de
cimientos de lo que aquí se vaya contando.
Puestos a escribir un libro, uno trata de imaginarse el título que
tendrá, a ver si eso le da una pista y le guía en lo que quiere escribir.
Durante este verano del 2001, mi buen amigo José Angel González Sainz me
sugirió que escribiera un tratado para ayudar a interpretar la arquitectura (o
las artes plásticas en general) a gentes más o menos cultas (como él mismo)
pero ajenas al mundillo de la arquitectura por esa estúpida compartimentación
gremial de los saberes y las consiguientes jergas segregacionistas que
producen. Si este libro llegara a satisfacer su invitación, podría muy bien
titularse Manual de Crítica de la Arquitectura, entendiendo la crítica como
interpretación, y la arquitectura en el sentido amplio y abierto de la famosa
definición de William Morris, esto es, “la consideración de todo el ambiente
típico que rodea la vida humana” o el “conjunto de las modificaciones y
alteraciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer
necesidades humanas, exceptuando sólo al puro desierto”.
Pero un Manual o un Tratado es un título algo frío y pretencioso,
así que también tengo otros más cálidos y autobiográficos. Parodiando al
exitoso "Etica para Amador" de Fernando Savater, había pensado que
esto que el lector tiene en sus manos podría ser una "Estética para
Teresa", pues el conjunto de saberes sobre arte, arquitectura y belleza
que aquí quiero contar, le vendrían estupendamente a Teresa, mi hija mayor que,
justamente hoy, 24 de septiembre del 2001, empieza en Valencia sus estudios de
Arquitectura.
En fin, ya que el título es fácil de poner y quitar y que el
prelogo lo escribo al comienzo y no al final del libro, permítame el lector que
aún no me comprometa con él.
Digo que tengo experiencia, que tengo material de cimientos y que
casi tengo un título. El lector sabe también lo que tiene entre manos, así que
podía muy bien dejar yo el prelogo aquí, no sea que entre lo que me propongo
escribir al comenzar el libro y lo ya escrito y en manos del lector, hubiera
engorrosas divergencias.
Pero la separación entre el autor y su obra, entre la voluntad y
el acto, me han parecido siempre cosas bastante odiosas: manifestaciones de un
deseo de eternidad que ya que el autor no podrá nunca lograr, queda confiado a
la obra. Que los actos trasciendan a la voluntad de su autor no es sino otra
expresión más de la irresponsabilidad general en que vivimos. Tan tonto es
quemar los papeles que uno ha escrito porque se sabe mortal como pretender que
lo único imperecedero que uno tiene son sus papeles. Con echar un vistazo ahí
afuera a las estrellas toda esa tontería se cura enseguida. Entre las
intenciones de quien escribe este libro y su resultado siempre habrá una total unidad: uno es siempre tan miserable como sus obras, así que es de
cretinos creer que éstas le van a salvar.
Rebajadas mis posibles ínfulas de escritor, quisiera decir que con
este libro pretendo hacer otras dos cosas: una, escribir de forma más o menos
ordenada los contenidos o ideas de las innumerables clases de diseño que he ido
preparando durante mis años de docencia; y dos, reescribir el libro que torció
para siempre la idea de la arquitectura que me enseñaron en la universidad.
Explicaré lo más brevemente que pueda lo uno y lo otro.
A finales de los años ochenta a alguien en Madrid se le
ocurrió que ya era hora de que este país se animase a dar el salto que la
Bauhaus dio a comienzos de los años veinte en Europa, esto es, que las escuelas
nacidas del movimiento Arts & Crafts se transformasen en Escuelas de
Diseño. Se creó un cuerpo nacional de profesores de diseño y se convocaron
oposiciones. Al estudiar para ellas me di cuenta de que apenas nadie tenía
claro lo que era el diseño y su docencia, así que tanto en la preparación de las
oposiciones como en la confección de los cursos que empecé a impartir después
de superarlas, todo el trabajo fue personal y autodidáctico. Una gran baza
tenía de mi parte, y era mi formación como arquitecto. Desde la arquitectura
había tenido acceso al mundo de las bellas artes, al mundo exterior de la
utilidad y la economía, había tenido cierto acceso a la historia y a las
técnicas y sobre todo, lo más importante, había aprendido "el
método". El proceso de diseño no es otra cosa que una oscilación en espiral
entre una proposición creativa y una crítica inmediata; una cosa tan sencilla y
tan de sentido común que daría vergüenza escribirla si no fuera porque apenas
nadie la entiende. Desde que el mundo da un gran valor a las propuestas
creativas y es reacio a la crítica, todas las creaciones van dando tumbos y se
tarda muchísimo tiempo y se pierde una enorme cantidad de energías en colocar
las cosas en su sitio. Algunas, incluso, no se recolocan nunca. La primera
tarea para recuperar el valor de la crítica en el proceso de diseño era
formular un sólido vocabulario, y a ello me dediqué en la preparación de mis
clases. Si no me equivoco en el pronóstico, este libro que ahora empiezo tendrá
mucho de "diccionario de la crítica de la arquitectura" (otro posible
título), si bien, no dispuesto en orden alfabético.
Mediados los años ochenta y desengañado como estaba con mi
profesión, tanto por el penoso ejercicio de la misma como por la pobreza
general de sus resultados, cayó en mis manos el libro "El modo intemporal
de construir" de Christopher Alexander (ed GG Barcelona 1981). El impacto
que me produjo su lectura cambió mi percepción de la arquitectura por completo,
de manera que bien podría decir que en mi vida hay un antes y un después de
este libro. Para mi sorpresa, la lectura de este libro no producía en otra
gente los mismos efectos que en mí, lo que me hizo sospechar desde el primer
momento que era una cuestión de posología. Puesto que los efectos sobre mi
persona me daban la certeza de que había encontrado la verdad, estaba claro que
el libro de Alexander tenía algunas contraindicaciones que había que superar.
En efecto, "El modo intemporal de construir" posee dos
ingredientes muy americanos que los resabiados europeos aceptamos muy mal: el
primero es un aire religioso muy del estilo de los predicadores que iban en las
caravanas hacia el lejano Oeste en busca de la tierra prometida; el segundo es
un apresurado pragmatismo de origen anglosajón que predica que la verdad no
sirve para otra cosa que para aplicarla inmediatamente. Pues bien, con el
tiempo he aprendido que la vehemencia y la urgencia en decir la Verdad a
nuestros prójimos o de ponerla en práctica para que se convenzan, son fatales
para la Verdad.
Pensé por tanto que valdría la pena reescribir las verdades de
"El modo intemporal de construir" en otro tono y hasta me lo propuse
como contenido de una tesis doctoral que habría de ser el colofón de mi carrera
académica como profesor. Pasados tres, cuatro, cinco años después de acabar los
cursos de doctorado sin que la tesis se pusiera en marcha, supuse que era
porque el formato pedante de una tesis universitaria no le convenía a un tema
de tal vitalidad. Bien mirado, no cambiaría nunca los honores cum laude que
proporciona una tesis por el envaramiento que ésta le daría a las verdades
formuladas por Alexander. Si el lenguaje religioso o pragmático no le
convenían, mucho menos las abstracciones del academicismo universitario.
Un puñado de lecciones para Teresa, un manual para José Angel, un guión
para mis clases, o una reescritura en tono amable de las verdades enunciadas
por Alexander en El Modo Intemporal de Construir, son las causas nobles de este
libro.
Luego, hay otras causas algo menos nobles de las que también me
quiero confesar. El pretendido salto desde las Escuelas de Artes y Oficios a
Escuelas de Diseño no se llegó a producir, pues al echarse la LOGSE encima de
las viejas y desvaídas escuelas arts & crafts las convirtió en una
extraña mezcla entre malos institutos de bachillerato y voluntariosos centros
de formación profesional con un alumnado desorientado, mediocre y variopinto
que poco o nada tiene que ver con la muy concreta labor docente para la que me
había preparado. Con el paso de los años, según iba avanzando en la preparación
de mis clases, más lejos o más atrás se me quedaban mis alumnos. En ese tira y
afloja por adaptarme a ellos y por no aborregarme, la escritura crítica ha
venido siendo mi bálsamo preferido.
Ahora bien, al haberla vertido en los medios locales y en forma de
artículos, en vez de beneficiarme con sus propiedades curativas ha ocurrido,
por el contrario, que me han producido nuevos sarpullidos. Si el uso de la goma
de borrar (crítica) está poco aceptado y extendido en el proceso de diseño, en
el mundo cultural, local y provinciano de lo ya producido, es poco menos que
satánica. Los medios de comunicación locales de La Rioja han publicado mis
escritos críticos como haciéndome un favor, y en su arrogancia se han permitido
no pocas veces mutilarlos, alterarlos y hasta presentarlos con reservas hacia
el autor. Escribir un libro en mi caso no es pues otra cosa que meterme en un
refugio donde aplicarme al bálsamo de una escritura que compense el
desequilibrio de mi tarea pedagógica y el encanallamiento de la escritura
periodística. Causa poco noble, como ya antes decía.
He retrasado mucho en mi vida la tarea de escribir un libro porque
frente a la clase personal o el artículo inmediato, se me antoja un medio
excesivamente distante. El tiempo que media entre la escritura y la lectura, o
la diferencia de circunstancias entre el lector y el autor puede ser tan grande
que no me extraña que se incurra en el exceso antes denunciado de considerar a
los libros como entes autónomos del autor y del propio lector: obras con vida
propia. O aún peor: hitos o mitos.
Durante algún tiempo he desconfiado de la escritura de libros
pensado que no era más que una actividad económica al servicio de un editor o
una actividad inmoral al servicio de la gloria personal del propio escritor. En
este verano del 2001 he conocido sin embargo a un escritor tan curado de esas dos causas o
sinrazones que ha hecho brotar en mí una nueva vocación de escritor de libros.
Gracias a “Paisajes con fisuras” o “Baroja y el miedo” y a un par de cartas que
he intercambiado con su autor, el escritor Eduardo Gil Bera, he descubierto que
un libro no es más que una disciplina interna que alguien se impone a sí mismo
para vivir. Y que de ser honesta sólo le proporciona una satisfacción: la de
saber qué es lo que ha escrito sin que nadie se lo diga.
Una vez más y para acabar ya con este prelogo, digo que no quiero
separar lo aquí escrito de quien lo escribe ni de quien lo lee. Ello me sugiere
que en vez de Tratado o Manual podría llamar a este libro “Carta”, con el doble
sentido que la palabra tiene: instrumento de navegación por el turbio mundo de
las artes plásticas, o comunicación afectiva entre un autor y un lector. Si no
me decido por ello es porque “Carta de crítica” no me suena bien y porque una
carta de verdad tiene siempre un destinatario conocido. Dejémoslo pues en “Manual”
que también es un término evocador de cercanía (“lo a la mano” que escribe
Heidegger en el epígrafe 22 de El Ser y el Tiempo) y que, al comienzo del
libro, me sugiere el cordial darse la mano entre desconocidos como principio de
entendimiento; y al final de su lectura, -ojalá sea así-, el sello de una
amistad.
Logroño, 26 de septiembre del 2001
(lo que quiere decir que he tardado dos días en escribir a ratos
sueltos este prelogo)
domingo, 23 de junio de 2013
CAP 1. GUSTO, TEORIA Y CRITICA
El gusto es mío
Mientras nos dábamos la mano al final del prelogo nos decíamos uno al otro “el gusto es mío”, o “mucho gusto en conocerle”, mencionando así el primer gran problema de toda estética: la cuestión del gusto. La verdad es que iniciar el conocimiento de otra gente siempre da gusto. Somos “palabra-en-diálogo” dice el conocido verso de Hölderlin, y en el diálogo nos reconocemos como seres humanos (no me puedo sustraer a recomendar siempre la lectura del comentario que hace Heidegger de este verso en “Hölderlin y la esencia de la poesía, ed. Anthropos, Barcelona 1989). Con el saludo iniciamos un camino y sentimos la misma alegría que se experimenta cuando se comienza la ascensión a una montaña. Luego vendrán las dudas, las bifurcaciones, los problemillas o los esfuerzos de entendimiento; así que disfrutemos de ese pequeño placer con que se inicia todo conocimiento, el placer del gusto.
A diferencia de las frases
mencionadas en que verdaderamente decimos que el “gusto es mío”, o que “algo
nos da mucho gusto”, el idioma español plantea ciertos inconvenientes en el uso
de la primera persona del verbo gustar. Mientras que los ingleses formulan el
“yo gusto ello” (I like it) con la misma claridad que el “yo como”, “yo
pienso”, “yo veo” etc., en español invertimos el orden de la frase y para
mostrar nuestra aprobación inicial a una cosa decimos “eso me gusta”, dando a
entender de ese modo que hablamos antes del objeto que de nosotros mismos.
Resulta que convertimos la manifestación de nuestro gusto, no en una afirmación
subjetiva (una opinión) sino en un juicio exterior al objeto, lo que nos
acarrea no pocas confusiones y penalidades.
Toda conversación sobre
estética, o sea, sobre la belleza o fealdad de algo, suele comenzar o acabar
con un “me gusta”, es decir, con una irracional y subjetiva adhesión o rechazo
al objeto juzgado, pero digo bien, empieza o acaba, porque la manifestación del
gusto sólo es un hablar de sí y no un hablar del objeto. Lo que interesa tratar
en este libro es justo lo que está entre medio de esas manifestaciones del
gusto; lo que nos proponemos abordar aquí
es al objeto en sí y no al sujeto que lo ve.
Pero antes de dejar al gusto
atrás hagamos un breve repaso de alguno de sus hitos históricos. Recordemos que
la cuestión del gusto fue propuesta por François Blondel como tema a debate en
la sesión inaugural y fundacional de la Académie Royale
D’Architecture el 31 de diciembre de 1671. Tras un año de pacientes análisis y
disquisiciones, la sabia Academia concluyó en sesión de 7 de enero de 1672 sin
resolución alguna. Sólo se afirmó (cito a Hanno-Walter Kruft, Historia de la
teoría de la arquitectura, vol 1, ed. Alianza Forma, Madrid 1990 pag. 169) “que
aquello que estuviese hecho con bon goût necesariamente
había de gustar, mas no todo aquello que gustara necesariamente tenía bon goût”. “A la semana siguiente -sigue
Kruft- se llegó a un consenso provisional, en tanto se llamaría de buen gusto a
aquello que gustare a un individuo inteligente”.
Tres siglos mas tarde se
había avanzado bastante. En 1981 Leonardo Benévolo dio una conferencia en Tokio
(recogida en su libro La ciudad y el Arquitecto, ed. Paidos, Barcelona
1985) en la que se preguntaba si la ciudad
moderna puede ser bella. En primer lugar separaba claramente las dos partes del
“juicio estético”, el de la obra que se juzga y el de la mente que la juzga y
establecía una relación entre lo uno y lo otro:
para que una obra sea cuando menos “comprendida”, su “ordenamiento debe
ser bastante similar al de la mente que la contempla, estando ésta formada por
la superposición de una “estructura genética” y “un patrimonio recibido por
educación”.
Pero la comprensión de una
obra no es lo mismo que un juicio estético, así que para que además de la
comprensión se produzca una adhesión o admiración del espectador ante una nueva
obra (para que se produzca un “me gusta”) se requiere que ésta sorprenda a
aquél en un cierto porcentaje. Apoya su tesis Benévolo en un estudio del
antropólogo Lévi-Strauss sobre la percepción musical, -así que ante semejante
autoridad en la materia no vamos a entrar en discusión. Aceptaremos entonces
que es la combinación justa de familiaridad y sorpresa la que explica la
alegría del receptor ante un objeto.
En “El sentido del orden”,
E. Gombrich también decía más o menos lo mismo: “el hecho más básico de la
experiencia estética consiste en el deleite que se encuentra en algún lugar
entre el aburrimiento y la confusión” (cap 6 Monotonía y variedad, pag 32 ed.
española GG Barcelona 1980), o sea, entre lo ya conocido y lo desconocido o
confuso..
Si la manifestación personal
del gusto sobre una obra es la suma del grado de concordancia entre el
ordenamiento del objeto y el de la mente del receptor más el grado de novedad
que el sujeto ve en el objeto, queda claro que ya no es un juicio sobre una
cosa sino sobre una relación entre persona y cosa. El “me gusta” de uno y el
“me gusta” del otro quedarían así bastante aclarados, y frente al “De gustibus
non disputandum”, vieja máxima que corta todo juicio estético nada más
comenzado, habría que hacer campaña por un nuevo latiguillo que dijera algo así
como: “toda expresión del gusto es explicable”.
Por empezar a traer ya a
Alexander a primer plano, digamos que en el capítulo dos de “El Modo” (lo
citaremos así de ahora en adelante para abreviar) se señala que “la diferencia
entre un buen edificio y un mal edificio, entre una buena y una mala ciudad, es
una cuestión objetiva que se corresponde con la diferencia entre la salud o la
enfermedad, lo integral y lo escindido, entre la autoconservación y la
autodestrucción” cuestiones objetivas todas ellas sí, pero que atañen más al
sujeto de la contemplación que al objeto contemplado: no es fácil separar el
buen ánimo que uno tenga en una alegre mañana de primavera (y estando encima de
vacaciones), de la arquitectura, ciudad u obra que en ese momento se le
ofrezca. He comprobado en numerosas ocasiones que la para mí feísima ciudad de
Logroño les parece estupenda a la mayoría de los amigos de fuera que me vienen
a ver. Es más, incluso a mí me parece más bonita que lo habitual en esos días
en que se la enseño a mis amigos. Los objetos pueden contener en sí mismos
indicios evidentes de salud o enfermedad, pero no cabe duda que en tanto que
proyecciones de estados propiamente humanos, siempre apreciaremos antes el
vigor del hombre que el del objeto. Las ruinas de un edificio pueden ser un
hermoso lugar para el amor, y hasta las desoladas y sucias calles del Bronx
pueden parecernos escenarios llenos de vida si en ellos encontramos a un grupo
de alegres raperos. Por el contrario, el orden y el brillo del despacho de un
ejecutivo de Manhattan pueden perfectamente ser asociados con los siniestros
manejos del dinero y la explotación humana.
Desde el primer día de clase
insto a mis alumnos a que se abstengan de decir “me gusta” o “no me gusta” al
ver algo, porque con ello no hacen sino hablar de sí mismos, desnudándose
imprudente e impudorosamente ante los demás. La manifestación de los gustos
personales es una cuestión tan íntima o más que el descubrimiento de la piel,
pues estaríamos poniendo al descubierto, como dice Benévolo, tanto nuestra
estructura genética como el patrimonio cultural recibido, desvelando así todos
nuestros misterios. Estaríamos hablando más de nosotros que de lo que tenemos
delante, o dicho de otro modo, estaríamos utilizando lo que tenemos delante
como disculpa para hablar de nosotros.
Ahora bien, tal y como ya se
entendía en Francia en el siglo XVII, el gusto no es sólo una cuestión personal
y subjetiva, sino también un asunto social. Sigue siendo de uso común decir de
alguien que tiene “buen gusto” o que tiene “mal gusto” o que hay
comportamientos, gestos y objetos de “buen gusto” o de “mal gusto”. Cuando así
se habla se está empezando a aludir a valores que están por encima de lo
individual y que, sin llegar a ser valores o principios teóricos, sí que tienen
una clara referencia colectiva. Como el buen gusto o el gusto colectivo tienen
casi siempre referencias concretas de tiempo y lugar es de sospechar que
estaríamos entrando a hablar de lo que comúnmente se conoce como “moda”, un
concepto bastante viscoso y difuso, sobre todo porque quienes se han ocupado de
él han sido periodistas y gentes tan empalagosas como Vicente Verdú o Fernández-Galiano,
o tan pedantes como Barthes, Dorfles o
Baudrillard. Diez años más joven me despaché a gusto contra un libro sobre la
moda escrito por Margarita Riviere merecedor nada menos que de un premio Espasa
de ensayo (v. rev. Archipiélago n. 13 pag. 135), supongo que porque no me
aclaró nada y me hizo perder miserablemente el tiempo.
Un solo fragmento del libro
“Paisajes con fisuras” (ed. Pretextos, Valencia 1999) de Eduardo Gil Bera es
muchísimo más claro que las miles de páginas que diariamente se escriben sobre
la moda. Leamos:
Los afortunados hijos del
Siglo de Oro español tenían gran labor y tormento a causa del servicio debido a
los rizos y follajes de aquellos tremendos cuellos apanalados que les hacían
andar empalados de miedo de ajar un cangilón.
El siglo continuó su
transcurso y cuando se hubo consumado el ciclo de aquellos cuellos vanos y
fueron derrocados por las valonas, se impuso el severo régimen de las
bigoteras. En consecuencia, era deber y precepto de los caballeros llevar día y
noche el bigote refajado en un tirilla de gamuza para poder publicarlo tieso y
pegado a la mejilla. Todo el mundo civilizado seguía esa moda española como lo
hizo con la anterior. Valladolid y Salamanca eran los lugares más ricos,
fastuosos y refinados del universo.
El devenir que no se
complace en la permanencia, siguió su proceso y aconteció la toma de poder de
los puños alechugados y las pelucas empolvadas. Los ingenios españoles se
encontraban agotados por los trabajos rendidos a la vieja causa de los cuellos
apanalados y las bigoteras, de modo que fueron los esforzados franceses quienes
se pusieron a la vanguardia al servicio y defensa de la nueva guardarropía, de
manera que ahora Marly y Versalles marcaban el paso a la civilización.
Estos tránsitos decisivos de
la Historia,
proceso de manifestación de la
Idea del Tiempo, repercutieron en una multitud de hablillas,
menudencias, ecos y fenómenos adventicios en otras disciplinas menores tales
como la economía, la política o la literatura.
Magnífica prosa la de Gil
Bera, y sabia lección de historia. Si los académicos de Blondel hubieran podido
leerla, habrían resuelto sin duda que su inabordable “bon gout” no era otra
cosa que los dictados de la moda de su tiempo y que esos dictados consistían no
en sesudas resoluciones sino en leves tics del devenir que no se complace en la
permanencia.
A fin de empezar a
entendernos es preciso trazar un línea,
más o menos gruesa o más o menos precisa, entre el gusto colectivo o moda y las
“teorías” de la arquitectura, del arte o de lo que sea, sobre las que
trataremos enseguida. En el lado de la moda caerían toda aquella gente cuyo
interés es influir en las opiniones de los demás (durante un tiempo bajo los
artículos de Vicente Verdú en EL PAIS o en ciertas revistas femeninas se podía
leer: Vicente Verdú es creador de opinión... !!!), fundamentalmente periodistas
o periodistas metidos a intelectuales. Arrimando todos el hombro con sus
artículos y bebiendo muchas copas en las fiestas de sociedad definen lo que es
el “buen gusto” de la época y “dictan” la moda. Pero también, muy atentos a lo
que se produce entre los no invitados a los cócteles, dan rápida cuenta de ello
y lo incorporan a su patrimonio ante el terror de poder quedarse fuera de la
moda. Los suplementos juveniles de los periódicos de máxima difusión y en
especial el descerebrado Tentaciones del de más tirada de todos ellos, son una
muestra de los ímprobos esfuerzos de la gente por “estar al día”, esto es, por
saber cuál es el “buen gusto”.
Mismamente, toda esta trouppe
de la moda va dejando en su lento y pesado caminar un enorme material de
deshecho que constituye lo “pasado de moda” o lo que no alcanza a estar de
moda, que van recibiendo nuevos, variados y despectivos nombres tales como lo
“camp”, lo “paleto”, lo “cursi”, lo “hortera”, lo “kitch”, o el último de
ellos, -que me lo ha pasado un alumno-, lo “pureta”. Sobre el kitch español hay divertidos y
enternecedores álbumes desde que Carandell iniciara la colección de los
Celtiberias Shows. Pero los mejores resultados por entender el kitch y por
ligarlo a las visiones totalitarias del mundo se los debemos sin duda al
novelista checo-francés Milan Kundera.
Algunas comunidades
marginales como los gay, pasotas u otras tribus urbanas han hecho también del
kitch su seña de identidad, dando con ello un salto a la fama inmediato, (esto
es, poniéndose de moda), por aquello de que la multiplicación de dos cifras
negativas da un resultado positivo. Es el caso del cine de Almodóvar o de
Santiago Segura, aplaudido en este país hasta por sus reyes (para no dejar de
estar a la moda).
Gusto y Moda son por tanto
conceptos ligados no tanto a los sujetos individuales cuanto a la Idea del Tiempo, o mejor,
Superstición del Tiempo, que anida en los sujetos. A partir de la cual se construyen
religiones que a cambio de la oración diaria (leer el periódico o ver la
televisión) y la práctica de variados ritos y sacrificios, ofrecen, como todas
las religiones, generoso consuelo y razón de vivir a millones de seres humanos.
En sí, la palabra moda no es
más que el femenino de modo, o sea, manera o estilo de hacer una cosa. Me
interesa conectar la palabra moda con la palabra estilo por desmantelar en lo
que se pueda a la todopoderosa Historia del Arte que, desde que se inventó,
hizo de los estilos y de la sucesión temporal de los estilos su tema central.
El calado popular del método de la historia del arte es universal. Para
demostrarlo sólo hace falta ir en compañía de un profano a ver una iglesia. La
primera pregunta que te espetará, siempre es ¿y de qué estilo es?. Para
fastidiar suelo contestar que es del estilo geométrico o del estilo heráldico,
que son las categorías con que Alois Riegl despacha la cuestión en su conocido
“Problemas de estilo” (Berlín 1893; v. en español ed GG Barcelona 1980). O si
veo que el compañero tiene un poco de humor puedo contestarle que a quien en
verdad le veo muy “estilizado” es a él.
Habiendo aprendido a
contemplar la arquitectura desde su génesis, desde sus problemas de encargo, de
solar, de utilidad, de composición etc, etc. la cuestión del estilo nos resulta
a los arquitectos secundaria o superflua, de ahí que nos llevemos tan mal con
los historiadores del arte. Acepto que se utilice el estilo (el modo, la
manera) como herramienta de trabajo para rastrear la autoría o la datación de
una obra, o incluso como muletilla para el trabajo de diseño (se vuelve a ello
al final de este Manual), pero enseñar la historia de la producción artística
de la humanidad desde la perspectiva de los estilos colectivos es una solemne
barbaridad.
Últimamente puede verse en
los rótulos comerciales de las ciudades que los peluqueros se autodenominan
“estilistas”. Este es un título no universitario que hasta no hace mucho
utilizaban sólo los encargados de la “imagen” de una revista o de un
espectáculo, y los escritores muy amanerados. Quienes deberían reclamarlo con
justicia son los historiadores del arte, pero nunca lo han hecho por miedo a
ser tomados por maricas. Ahora que esto último está de moda, quién sabe....
En fin, recapitulemos, una
cosa es hablar de nosotros como individuos y sociedades, de nuestras
condiciones ambientales en cada momento de la existencia, o sea, de gustos, de
moda o de estilos; y otra cosa es hablar del “ordenamiento” interno de
cualquier cosa o creación. Una vez dejado claro que el gusto es mío o de mi
época y que desde aquí las cosas se ven muy bien, es preciso dejar ese punto
atrás y ponerse a hablar de las “cosas en sí” que diría Aristóteles. Pero
antes, tal como ya anunciábamos, démosle también algunas vueltas al término
“Teoría”.
Abundancia de dioses
Todo lo que Vd. quiera saber sobre la palabra Teoría
lo tiene fácilmente a mano en el María Moliner, excepto la etimología. Como yo
no soy filólogo ni aficionado a las etimologías ortodoxas y no tengo
diccionario etimológico, me gusta inventarlas yo mismo así que voy al apartado
de afijos y cojo y coso los trozos de las palabras. Teo- es dios, y -ría es
abundancia así que, mira por donde, “teoría” es abundancia de dioses, que es
definición que no viene en el diccionario, pero que ya había yo empezado a
sospechar.
Cuando mis alumnos de diseño se
ponen a proyectar lo hacen sin invocar a ninguno de los dioses propicios a la
creación, y así les va. Todo lo más echan mano de alguna revista de moda, que
como acabamos de ver en el capítulo anterior, no es un dios sino todo lo más
una religión fundada en la superstición del Tiempo. Como hijos que son de
tiempos de nihilismo, son incapaces incluso de pedirle al aún vigente dios
judeo-cristiano que les ilumine en la creación a ver si así les sale algo.
Algunos padres aún rezan cuando sus hijos tienen exámenes, pero no sé de ningún
caso en que hayan rezado por ellos cuando les he puesto un proyecto.
De todos modos tener al Abstracto
Máximo detrás no siempre ha ayudado mucho en la creación; más bien ha ayudado
en la destrucción, y escribo esto a las pocas semanas de que en uno de sus
nombres se hayan aniquilado las Torres Gemelas en Nueva York, y mientras que en
nombre de otro se les da la réplica pertinente. Pero como al Abstracto Máximo
se le atribuye también la
Creación entera llamándole incluso el Creador, los hombres de
todos los tiempos, para no entrar en su competencia, han preferido la
advocación de abundantes y variados abstractos menores, o sea, teo-rías. Si
adoramos a Apolo nos saldrá una obra de Arte; si rendimos culto a la Función, nos sale
arquitectura funcionalista; si nos ponemos bajo la advocación del mucho más
abstracto Forma, nos sale el formalismo; si se trata de ser Moderno, nos saldrá
el modernismo; si invocamos la Alta Tecnología nos sale un Foster; si adoramos
al Cubo, nos sale un Moneo y así sucesivamente. Como hemos visto en el capítulo
anterior también los franceses quisieron elevar el bon gout a la categoría de
un dios, pero no les salió bien la jugada. Los abundantes dioses de las
teo-rías son palabras o principios que se pretenden muy abstractos e
intemporales pero que como no lo llegan a ser del todo, se ven sujetas también
a la inexorable maldición del devenir y, en consecuencia, a los ciclos de las
modas.
La historia de la construcción de las teo-rías es
inmensa y de ello da fe el magnífico compendio de Hanno-Walter Kruft citado
previamente (Historia de la
Teoría de la arquitectura, München 1985, v. en español
Alianza Editorial, Madrid 1990).
Pero por mucha que sea la producción, el libro
originario o primer libro de teoría que ha llegado hasta nosotros sigue gozando
del máximo prestigio, y con él los tres principios o dioses (¡cielos! otra
trinidad...) que deben fundar toda buena arquitectura y regirla en mutuo
equilibrio, a saber, la
FIRMITAS, la
UTILITAS, y la
VENUSTAS.
En el siglo XV y en plena fundación
renacentista, Alberti hizo nacer de cada una de estas divinidades otras muchas.
La utilitas, por ejemplo, le pareció demasiado abstracta, así que dividió su
templo entre la NECESITAS,
la OPORTUNITAS
y la VOLUPTAS. A comienzos del siglo XVI,
el maestro de Palladio, Giangiorgio Trissino hacía nacer de la utilitas dos
dioses diferentes, la
SICUREZZA y la
COMMODITA, que serían recogidos y desarrollados por teóricos
posteriores. En la
Ilustración, como no podía ser de otra manera, aparecieron
iconoclastas de toda condición, entre los que destaca un tal Jean-Louis Viel de
Saint-Maux que descalificó por errónea toda la arquitectura desde Vitrubio y
propuso a la Agricultura
como modelo para la arquitectura (!) Nunca he sabido de la existencia de una
arquitectura “agricolista”, pero sería divertido que la hubiese habido.
A pesar de lo nutrido de todo este santoral, lo
cierto es que la poca arquitectura que aprendí a finales del siglo XX en la Escuela de Barcelona de la
mano de Rafael Moneo fue todavía bajo la advocación de la santísima trinidad
vitrubiana. Sin embargo, en aquellos años setenta, los profesores y los
creadores de opinión estaban escindidos
entre los adoradores de la
FUNCION y los adoradores de lo ORGANICO, principios
predicados desde cincuenta años antes por Le Corbusier y Frank Lloyd Wright
respectivamente, y mientras Moneo se dividía así mismo entre su culto a Wright y
el rescate de Vitrubio, sobrevino una hecatombe teórica con la irrupción en
escena de nuevos dioses de largos nombres llamados NEORAZON-DISCIPLINA y
COMPLEJIDAD-CONTRADICCIÓN, predicados a su vez por Aldo Rossi y Robert Venturi,
que pusieron todo el Olimpo patas arriba.
No repuestos aún de la emoción y de
la falta de espacio para tanta divinidad llegó Christopher Alexander con un
dios al que llamó LA CUALIDAD SIN NOMBRE.
Su presentación en escena la hizo de un modo tan ingenuo que nadie le hizo
caso. Dijo así: “para acceder al modo intemporal de construir (el modo ajeno
a la moda) debemos conocer primero la cualidad sin nombre (...) dicha cualidad
es objetiva y precisa pero carece de nombre”. Para hacer algo hay que
invocar a un dios, eso está claro, pero el nuestro no tiene nombre. Nos suena
eso, ¿verdad?.
Claro que a continuación decía una verdad como un
templo de grande: “La búsqueda que de
esa cualidad hacemos en nuestras propias vidas es la búsqueda central de toda
persona y la esencia de la historia individual de cada persona. Es la búsqueda
de aquellos momentos y situaciones en las que estamos más vivos”, y en los
cuales, por supuesto, está presente la cualidad (capítulo 1). Para olvidarnos
de los dioses no está nada mal perder su nombre, y ahí “le alabo el gusto” a
Alexander, pero no hay que olvidar tampoco que los grandes y peores dioses, los
dioses únicos, también quisieron alguna vez llamarse innominados. Volveremos
enseguida a Alexander.
El papel de la teoría en relación
con la arquitectura no se queda en la elaboración de principios, ideas, valores
o dioses a los que consagrar los edificios, sino que hay un caso sorprendente
en que la propia elaboración de la teoría sugiere el proceso de construcción y
el resultado formal. En “Arquitectura gótica y pensamiento escolástico” (1957;
v. e. Ed. La Piqueta,
Madrid 1986) Erwin Panofsky sostiene con todo tipo de argumentos la íntima
relación o el paralelismo entre el edificio del pensamiento construido para
demostrar la existencia de Dios y el edificio de piedra destinado a albergarle
en la Tierra. Es
una de las apariciones de la teoría más simpáticas que ha habido nunca.
Pero no se entienda toda esta ironía como una
proposición iconoclasta al estilo de la de Viel de Saint-Maux. Digo con
Alexander que es verdad que los hombres nos preguntamos siempre por las razones
por las que nos encontramos más a gusto, más vivos, o más íntegros en un lugar
que en otro, y que esa pregunta acaba siempre en la formulación de abstractos,
con nombre o sin él. El proceder de Palladio fue, en ese sentido, ejemplar.
Dice Kruft en su compendio (vol 1, pag 117 de la edición citada) que “Palladio
no expone un sistema teórico acabado; su propósito es llevarnos hacia los
principios de la buena arquitectura mediante la observación de los casos
concretos”. Es decir: como no podemos vivir sin dioses, inventémoslos al
menos después de hacer las obras.
Alexander continuó el libro en el que definía LA CUALIDAD SIN NOMBRE
(El Modo) con otro libro (“A lenguage of patterns” (Nueva York 1977, v.
española, ed. GG, Barcelona 1980 /lo llamaremos “El Lenguaje” de ahora en
adelante), que según él lo desarrollaba y complementaba, pero que a mi juicio,
lo invertía y lo superaba con creces. La palabra inglesa “pattern” me trajo de
cabeza durante mucho tiempo porque no acertaba a entenderla, y su vertido al
español como “patrón” me dejaba igualmente confuso. Sólo jugueteando con las
palabras y dándoles otro sentido se puede llegar a veces a aclararse un poco.
Patrón, como todo el usuario del castellano sabe, es el que está por encima de
uno, el que manda; y en el sentido más positivo del mando, el que tiene
autoridad. El patrón de un pueblo es el santo protector o el diosecillo local
al que se le reza para que llueva y salve la cosecha. Siguiendo en la escala,
el superpatrón volvería a ser el Abstracto máximo. Pero el libro de patrones de
Alexander tiene el acierto de proponer los patrones desde la observación (como
en el método palladiano) y no pretende ninguna reducción del número de patrones
hasta llegar a la “cualidad sin nombre” sino que más bien invita a seguir
buscando patrones nuevos a partir de la observación de los ambientes en que nos
sentimos mejor (en este libro mostraré algunos de mi invención, como el patrón
“tren en un bar” o “mesa en el centro de la cocina”). Eso sí,
les concede un escalafón con categoría de dos estrellas, una o ninguna,
como a los hoteles y restaurantes, y sobre todo pretende conectarlos y
articularlos como si se tratara de vocablos de un posible lenguaje intemporal
de construir. Los dioses recuperan otra vez aquí su vieja denominación de
“verbo”, pero no con el propósito de hacernos callar ante su abstracta
grandeza, sino de permitirnos el goce del habla. Quien pone todo su empeño en
que su edificio sea funcionalista o se parezca lo más posible a un cubo es un
cretino, mientras que quien usa el “lugar-ventana” o “tapias altas” está
empezando a hablar el lenguaje de la arquitectura. Quien crea que las palabras
son lo que dice la Real
Academia de la
Lengua mejor es que se corte la lengua.
Según la propuesta de Alexander, la
abundancia de dioses, la teoría, sería tan sólo un conjunto de bellas y
hermosas palabras articulables en un lenguaje. Una visión muy singular de la
teoría y muy diferente de todas las anteriores.
Veamos por ejemplo lo que dice una de las últimas
que ha llegado a mis manos, la de José Ricardo Morales, “Arquitectónica” (ed.
Biblioteca Nueva, Madrid 1999): “Puesto que ninguna operación matemática nos
dice lo que la matemática es y porque ningún hacer se explica desde el hacer
mismo, es pertinente la teoría. Debido a ello, la teoría es el saber del
extrañamiento. Este consiste en un “saber ver” que requiere la distancia, la
lejanía”. Y más adelante: “la teoría puede considerarse como la ciencia
del sentido. Puesto que constituye el saber fundamentador, a la teoría le
incumbe formular los supuestos que otorgan sentido a cierto campo real”.
Formulación tradicional donde las haya: la teoría es un saber previo y
fundamentador que da sentido al hacer. Lo de que es pertinente vamos a dejarlo.
Ha sucedido siempre, en efecto, es historia, también, pero puede demostrarse
que no es necesario proceder así, que no es pertinente, y hasta que es más bien
impertinente. El niño habla sin necesitar de una teoría, Mozart compone
maravillas sin recursos teóricos y el indígena que viene de la selva y se
instala en la ciudad construye su entrañable habitat sin necesidad de teoría.
Y hablando de esto último (del indígena que se
traslada de la selva a la ciudad), me gustaría poder hablar alguna vez con
Christopher Alexander para que me aclarase cómo se produjo su propia caída del
caballo, a saber, el episodio vivido en el diseño de 1.500 viviendas según un
programa de las Naciones Unidas a ocho kilómetros al norte de Lima en el año
1969 destinado a poner orden en la invasión de inmigrantes de la selva a la
ciudad que entonces se estaba produciendo (véase El crecimiento de las
ciudades, D Lewis y otros, Londres 1971, ed. GG, Barcelona 1975) . Según
parece, Alexander tenía que presentar un diseño, pero estando allí y analizando
las construcciones espontáneas que los indios hacían en condiciones precarias y
muchas veces por la noche para evitar a la policía, además del diseño entregó
un manual de 67 patterns o principios generales que estarían en la base de toda
construcción indígena. ¿Entregó o lo aprendió allí?. Todo parece indicar que el
lenguaje de patterns ya estaba en desarrollo en su “Center for Environmental
Structure” de San Francisco, California, pero fue en Lima donde tomó cuerpo por
primera vez a partir de las observaciones directas. Alexander fue allí con un
encargo de Naciones Unidas para enseñar cómo hacer bien las casas de los
ocupantes e invasores de la ciudad latinoamericana y se encontró con que éstos
poseían un “lenguaje de construir” mediante el que hacían casas estupendas y
acaso mejores que las que él les proponía con todas sus teorías del diseño. A
construir y a habitar -dedujo- se aprende del mismo modo que aprendemos a
hablar, y no a partir de ciencias previas “fundamentadoras”. Parece claro que
allí descubrió que no hay un principio ordenador en la arquitectura como no lo
hay en el lenguaje que recibimos gratis de nuestros padres (y no de los dioses,
-aunque también los dioses se han apropiado de la palabra “padre”) y que a
partir de entonces y en el ambiente de contracultura de aquella California de
flores en el pelo empezó la redacción del emotivo “Modo” y luego, el acertado y
abierto “Lenguaje de patrones”.
Durante años hemos estado estudiando
inglés a base de aprender palabras del diccionario y reglas de la gramática y
no ha habido forma de hablarlo bien. Sin embargo, y tal y como “admirábase un
portugués...” todos los niños de Francia saben hablar francés. En las Escuelas
de Arquitectura también se enseña mucho vocabulario y mucha norma, pero cuanta
más teoría y más mano meten los arquitectos en la construcción del habitat
humano más desolación se hace en el mundo.
En esto de la fundamentación el último mito es el de
la ciencia. Según Morales la teoría sería “la ciencia del sentido”.
Originalmente la ciencia era un “saber”, pero con las creaciones de Academias,
se convirtió en un prestigioso almacén de estanterías crecientes. Cuando yo
empecé a aprender el significado de las palabras todo lo que no fuera ciencia
no valía un pimiento. En Bachillerato ya nos dividían entre ciencias y letras;
los buenos alumnos iban a ciencias y los malos a letras. Pero hete aquí que
cuando estos últimos llegaron a la universidad se encontraron con que a la
filosofía y a la historia las denominaban
“ciencias sociales”. Ya Nietzsche había recuperado en 1882 para sus
aforismos el trovadoresco nombre de la “gay scienza”, así que la poesía, que es
un hacer y no un fundamentar, se había pasado al otro bando. También entonces
la arquitectura, arte integrador de las bellas artes, se enseñaba en centros
politécnicos, -título confuso: “muchas tecnés”-, que nos sonaba más a ciencias
que a oficios. Y no íbamos descaminados en la interpretación, pues desde hacía
un tiempo el aparato científico-tecnológico ya era todo uno (v. E. Severino,
“La filosofía futura”, capítulo VIII, ed. Ariel filosofía, Barcelona 1991).
Claro que, como demuestra sobradamente Severino, siendo la ciencia puro
devenir, la fundamentación científica es la más inestable que imaginarse pueda.
La más insensata para levantar sobre ella una arquitectura.
De la crítica como poética
Al tratar de convertir la teoría en
ciencia podemos aludir no sólo al mito de una herramienta para la intervención
en el mundo y la garantía de su dominio sino también a un método del que
Francis Bacon o Galileo Galilei sentaron sus bases. “La ciencia auténtica es
aislamiento (“disección”) de aspectos particulares de la naturaleza, y sólo
dentro de ese aislamiento es posible captar sus causas y sus efectos”. (v.
capítulo II de “La filosofía moderna”, E. Severino, ed. Ariel filosofía,
Barcelona 1986).
En ese sentido la ciencia podría tener más que ver
con la crítica que con la teoría. Sigo con Morales: “Si existe una manera
distinta -y aún distante- de pensar respecto de la que pone en juego la
teoría (...) la crítica representa el pensamiento que tiende a la penetración
en un campo y a la distinción de las porciones o ingredientes que lo integran.
Crítica es, en rigor –y en griego-, separación (...) el conocimiento crítico se
origina en la producción de cierta crisis o separación de los integrantes de un
todo.” Pero a diferencia del “análisis” en el que tan sólo “se disuelve
un todo para analizar sus componentes (...) la crítica remite, primordialmente
a valores”.
Dentro de la superstición del
tiempo, o del devenir que dice Severino, habría un antes teórico o
fundamentador; luego un hacer o poiesis más o menos fundamentado en la teoría o
más o menos abierto al azar; y al fin, una crítica posterior, que disecciona lo
hecho y que valora la adecuación de lo hecho a los principios fundamentadores
de la teoría. “La crítica se halla fundamentada también por la teoría, de la
que recibe su razón interpretativa, su criterio”, dice Morales.
Pues bien, no estoy en absoluto de
acuerdo con Morales, y esa es la “tesis” de este libro. En principio porque
desde hace algún tiempo sé, o más modestamente sospecho, que el Tiempo es una
superstición. Y en segundo lugar porque me gusta mucho más el método palladiano
según el cual, y como hemos recordado antes, los principios se infieren “de la
observación de los casos concretos”.
La crítica tal y como yo la entiendo
y la propongo en este libro, no es una actividad fundamentada anteriormente ni
desarrollada posteriormente al hacer, sino que es otro hacer que abre la
obra a la palabra. Vuelvo a poner las cinco sentencias o versos de Hölderlin,
esta vez integramente, según los expone Heidegger en la obra antes citada, y
pido al lector que lea “crítica” donde pone “poesía”:
Hacer poesía (crítica) : “esta tarea, de entre todas la más inocente”
“Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes:
el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es
Muchas cosas ha experimentado el hombre.
A muchas celestiales ha dado ya nombre.
Desde que somos Palabra-en-diálogo
Y podemos los unos oír a los otros
“Ponen los Poetas (Críticos) el fundamento de lo permanente”
Lleno está de méritos el Hombre;
mas no por ellos sino por la Poesía (Crítica)
que hace de esta tierra su morada.
Hacer poesía (crítica) : “esta tarea, de entre todas la más inocente”
“Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes:
el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es
Muchas cosas ha experimentado el hombre.
A muchas celestiales ha dado ya nombre.
Desde que somos Palabra-en-diálogo
Y podemos los unos oír a los otros
“Ponen los Poetas (Críticos) el fundamento de lo permanente”
Lleno está de méritos el Hombre;
mas no por ellos sino por la Poesía (Crítica)
que hace de esta tierra su morada.
Entendámoslo así, la
crítica no es un juicio de lo ya hecho en función de unos principios previos
sino un diálogo con el hacer. Un diálogo que sostiene consigo mismo el creador
en el momento en que hace, pero que inmediatamente se abre a los demás. La
sobrevaloración del hacer y el descrédito de la palabra está expresada en el
famoso y siniestro refrán de “obras son amores y no buenas razones”. Sí,
ciertamente, lleno de acciones meritorias está el hombre con su hacer, dice
Hölderlin, pero léase la segunda e impresionante parte del verso: más no por
ellos, sino sobre todo por la palabra de la crítica que es la que hace de esta
tierra su morada. (¿y qué otra cosa es la arquitectura sino la morada del
hombre?).
Sin crítica no hay
arquitectura y el hacer que sólo hace, el hacer que solo construye no provoca
sino locura y desolación. La locura del actual hacer opera en dos direcciones:
por un lado, en un desenfrenado e incontrolado hacer sin crítica que podríamos
denominar territorio de los ingenieros o del aparato científico-tecnológico.
Por otro, en una teoría (abundancia de dioses) que consiste en la confección de
un santoral de Artistas, cuya fama y renombre escapa a toda crítica. Habría una
tercera vía que es la que expone Félix de Azúa en la voz “Crítico” de su
excelente “Diccionario de las Artes”,
(ed. Planeta, Barcelona 1995), a saber, la del crítico como creador único de la
realidad en una cultura en la que lo mediático va por delante de lo real. La
crítica, según esa acertada denuncia, estaría monopolizada por los periodistas,
quienes cada día en sus periódicos dictaminarían implacablemente lo que existe
y lo que no existe.
Entre la ausencia de la
crítica, su fundamentación teórica o su totalización nihilista, no parece haber
espacio para el ejercicio de una crítica como poética, aunque como una y otra vez nos recuerda
Agustín García Calvo, en todo sistema, por cerrado que sea, siempre quedan
resquicios. Ahora bien, para que la crítica sea poética, esto es, hacedora de
la morada del hombre, es preciso tener en cuenta lo que se decía en el prelogo
de esta obra, a saber, que junto a la obra que se critica hay inseparablemente
un hombre que la hace.
(A veces me ha gustado comparar la crítica a
una tarea curativa: puede que haga daño, como las manipulaciones de un dentista
o las agujas que cosen las heridas, pero su destino no es dañar sino sanar.
José Angel González Sáinz me recomienda siempre que no critiquemos más que
aquello que tenga interés, es decir, aquello que queramos salvar. La primera
tarea del crítico es por tanto elegir al interlocutor (o desahuciarlo)).
El noventa y nueve por
ciento de lo que actualmente se entiende como “crítica”, no hace sino repetir
las oraciones redactadas a los ídolos por los teóricos y los periodistas, así
que sobre ella y sobre sus ídolos sólo
cabe la acción demoledora. Es triste que así sea, pero no es culpa de la
crítica: de hecho esa acción demoledora no es crítica en sí, sino más bien una
limpieza previa para que la verdadera crítica pueda florecer.
Frente al gusto como valor personal o
superstición temporal; al margen de los dioses que no paramos de crear y en los
que no dejamos de creer; y ajenos a la crítica que continúa la labor de su
construcción y destrucción, es preciso alumbrar una crítica nueva, entendida
como poética y fundada en nuevas palabras.
De su necesidad no me cabe ninguna duda: en
el volumen II de Radiaciones, y ante el panorama de aniquilación que se vive en
octubre de 1943 Ernst Jünger rememora la vieja cita bíblica de la destrucción
de Sodoma, “Dios dice que respetará la
ciudad mientras albergue diez justos” y comenta: “eso es un símbolo de la
enorme responsabilidad que pesa sobre la persona singular en este tiempo. Uno
puede ser garante de incontables millones”. Hacer crítica y no teoría, curar y
no aniquilar puede ser también la garantía de que la Tierra sobreviva y sea
nuestra morada. De ahí la utilidad de un “manual de crítica”.
sábado, 22 de junio de 2013
CAP 2.1 LA SANTA TRINIDAD - La función "pa" empezar
Aclarado lo que es el gusto, lo que es la teoría y lo que es la crítica, ya podemos empezar la función, o mejor dicho, ya podemos empezar a hablar de la función. Los alumnos que empiezan el aprendizaje de proyectos se suelen preocupar mucho de que sus edificios “funcionen”, pero yo les digo que no gasten mucho tiempo en esas menudencias porque ya se encargará de ello el cliente. En cualquier caso su actitud me enseña que en esto de la arquitectura la función es algo que parece ir siempre por delante
Dado que un
proyecto empieza por una reflexión sobre la función parece consecuente la
variación nominal que hizo Alberti de la
UTILITAS vitrubiana convirtiéndola en NECESITAS, -tal y como hemos mencionado
ya en el capítulo anterior. El concepto de la necesidad es anterior al
concepto mucho más mercantil de lo utilitario, aunque el pensamiento
mercantil, que todo lo invade, descubrió luego que las necesidades primarias no
son suficientes y que para fabricar y vender, lo primero “es crear
necesidades”.
Ignacio Paricio Ansuategui en “La
Construcción de la Arquitectura” (ed. ITC, Barcelona 1985), - uno de los libros
que será varias veces referencia en este Manual-, dice que en Alberti “la “firmitas” vitrubiana
se vuelve “necesitas”” (pag. 13) poniendo de relieve que cada uno
interpreta los libros a su manera, o que a los dioses les gusta mucho jugar a
ocultarse y a cambiar de nombre.
Sea como
sea, al siglo XX la utilitas llegó con muchísima fuerza llamándose “función”,
término que, sin embargo, se usaba en mi infancia para designar al teatro. De
la adoración monoteísta a la función (función como utilidad y no como teatro)
se derivó el “funcionalismo”, secta arquitectónica que el Diccionario de
Arquitectura de Pevsner define de la siguiente manera: “Teoría de un
arquitecto o proyectista que considera su obligación principal lograr que un
edificio proyectado por él funcione perfectamente” (Pevsner 1975, v. esp.
ed. Alianza 1980, pag. 253). No es una definición muy brillante pero se
agradece la claridad que resulta de poner jerarquía en el Olimpo.
El Diccionario Ilustrado de la
Arquitectura Contemporánea (ed. GG, Barcelona 1975) dirigido por el menos
prestigioso Gerd Hatje es un poco más prolijo y para explicar el término
“funcionalismo” ofrece un articulito de un tal Peter Blake que arranca con el
eslogan (de origen para mí desconocido) “form follows function” (la forma sigue
a la función); sigue con una justificación curiosa del reduccionismo
funcionalista (“el periodo funcionalista desempeña en el desenvolvimiento de
la nueva arquitectura el mismo papel que la niñez en la vida de los hombres”)
y acaba con la constatación muy años setenta del “caos” creado en nuestras
ciudades por la arquitectura funcionalista. Como si la infancia hubiera durado
más de la cuenta, vaya.
Ciertamente,
la ingenuidad de Le Corbusier a comienzos de los años veinte, proponiendo que
la casa es un “máquina de habitar” (Hacia una Arquitectura, v. española ed.
Poseidón, Buenos Aires 1964), y el éxito y expansión de sus ideas en el
mundillo de los arquitectos, nos mueve a pensar que no todo tiempo pasado fue
mejor y que por lo menos entonces, el mundo era también bastante idiota.
Sabemos que después de la Exposición de Londres de 1851, toda la
intelectualidad de la segunda mitad del siglo XIX se la pasó aborreciendo a las
máquinas. Sabemos también que en los Congresos Werkbund anteriores a la Primera
Guerra Mundial ya se proponía un pacto de las Artes con las Máquinas. Y sabemos
finalmente (sobre todo por los diarios de Jünger) que la Gran Guerra cambió
decisivamente el curso de la humanidad, pues los hombres vieron en el campo de
batalla que el honor del combate había sido sustituido por una contienda de
materiales industriales. De regreso de las trincheras y aún con uniforme de
oficial Gropius toma la Escuela de Artes y Oficios de Weimar y la convierte en
una escuela de diseño para las máquinas. Los alemanes que perdieron la guerra
del catorce fueron mucho más conscientes del cambio que se había producido en
ella que los victoriosos franceses. Veinte años después, Jünger lo explicó en
una escalofriante página de su primer cuaderno de diarios de la Segunda Guerra
Mundial (v esp. Radiaciones, vol 1, ed Tusquets Barcelona 1989, pag 164): tras
el espectacular avance de las tropas alemanas por territorio francés, los
veteranos franceses le preguntan la fórmula del éxito alemán: “contesté que
en él veía la victoria del Trabajador, pero tuve la impresión de que no
captaron mi respuesta en el sentido que yo le daba”
La
vehemencia de Le Corbusier en proclamar la supremacía de la máquina sobre
cualquier otro valor pudo ser el contrapunto de la sordera de los
confiados franceses de los alegres años
veinte. Al infantilismo de la primacía funcional se añadía ahora el ardor
adolescente de quien no es escuchado, así que los famosísimos libros de Le
Corbusier devinieron en pura soflama panfletaria. La terrible tormenta bélica a
la que llevaron los innumerables desajustes provenientes de la Primera Guerra Mundial,
retrasó más de la cuenta el entendimiento de los “heroicos” años del
funcionalismo, así que sólo cincuenta años después pudo empezar a desmentirse
que la arquitectura no era cosa de ingenieros.
Contemporáneos al desconocido
articulito de Peter Blake, hubo textos más famosos que pusieron fin al
monoteísmo de la función. La revista Arquitecturas Bis de enero de 1975, por
ejemplo, publicaba el “Functionalism, yes, but...” de Robert Venturi y Denise
Scott Brown en el que, en primer lugar, se conseguía con éxito volver a
proponer como dioses paritarios a los tres de la santísima trinidad vitrubiana,
y con mucho menos éxito, recuperar la decoración (volveremos más adelante sobre
ese tema con extensión).
Según contaba el mismo Aldo Rossi en “Autobiografía científica” (1981, v. e. Ed. GG Barcelona 1984, pag. 9), su famoso libro “La arquitectura de la ciudad” (1968, v.e. ed. GG, Barcelona 1971) trataba en el fondo de la relación entre forma y función, y llegaba a la conclusión de que “la forma permanecía y determinaba la construcción en un mundo en que las funciones estaban en perpetuo cambio”. “Es evidente que todas las cosas deban responder a una función –decía Rossi en Autobiografía científica, pag. 89- , pero no pueden agotarse en ella, porque las funciones cambian con el tiempo”. La superación del funcionalismo en el caso de Rossi parecía más en relación con la mirada que en aquella época se empezaba a dirigir a un patrimonio arquitectónico que, en cuanto se quedaba funcionalmente obsoleto, corría inminente peligro de destrucción. (La Escuela de Artes y Oficios donde trabajo se inauguró como salón de exposiciones de productos agrícolas e industriales, fue hospital y prisión en tiempos de guerra y ahora parece que se la barajan entre las consejerías autonómicas para futuros usos burocráticos políticos. En cierta ocasión, yo mismo les propuse a los alumnos el ejercicio de construir una vivienda en una de sus aulas, como si se tratara del salón de un palacio de Leningrado). Aldo Rossi descubrió que los edificios tienen cierta autonomía respecto a las funciones y por tanto otros principios ordenadores que derivan en muchos casos del lugar o de la historia de las tipologías: “siempre es al lugar, entendido como lo que modifica, y en último término, conforma la arquitectura, a lo que recurren los tratadistas” (op. cit. Pag. 94). La recuperación de la simetría y de la repetición, o la recuperación de las arquitecturas neoclásicas, le llevarían a formular una cierta autonomía de la disciplina sobre las condiciones temporales en un contundente ataque a la función.
Según contaba el mismo Aldo Rossi en “Autobiografía científica” (1981, v. e. Ed. GG Barcelona 1984, pag. 9), su famoso libro “La arquitectura de la ciudad” (1968, v.e. ed. GG, Barcelona 1971) trataba en el fondo de la relación entre forma y función, y llegaba a la conclusión de que “la forma permanecía y determinaba la construcción en un mundo en que las funciones estaban en perpetuo cambio”. “Es evidente que todas las cosas deban responder a una función –decía Rossi en Autobiografía científica, pag. 89- , pero no pueden agotarse en ella, porque las funciones cambian con el tiempo”. La superación del funcionalismo en el caso de Rossi parecía más en relación con la mirada que en aquella época se empezaba a dirigir a un patrimonio arquitectónico que, en cuanto se quedaba funcionalmente obsoleto, corría inminente peligro de destrucción. (La Escuela de Artes y Oficios donde trabajo se inauguró como salón de exposiciones de productos agrícolas e industriales, fue hospital y prisión en tiempos de guerra y ahora parece que se la barajan entre las consejerías autonómicas para futuros usos burocráticos políticos. En cierta ocasión, yo mismo les propuse a los alumnos el ejercicio de construir una vivienda en una de sus aulas, como si se tratara del salón de un palacio de Leningrado). Aldo Rossi descubrió que los edificios tienen cierta autonomía respecto a las funciones y por tanto otros principios ordenadores que derivan en muchos casos del lugar o de la historia de las tipologías: “siempre es al lugar, entendido como lo que modifica, y en último término, conforma la arquitectura, a lo que recurren los tratadistas” (op. cit. Pag. 94). La recuperación de la simetría y de la repetición, o la recuperación de las arquitecturas neoclásicas, le llevarían a formular una cierta autonomía de la disciplina sobre las condiciones temporales en un contundente ataque a la función.
Pero el olvido de la función y
sobre todo la pervivencia de los símbolos que la misma podía haber dejado en
los edificios que se construyeron para albergarla están ahora mismo produciendo
un nuevo caos urbano del que todavía nadie parece darse cuenta. Las Casas de
Beneficiencia albergan Consejerías o Museos, las Iglesias son salas de
conciertos, los grandes palacios de la vieja nobleza están ocupados por Bancos,
las viviendas de la burguesía por oficinas, las estaciones de ferrocarril por
salas de exposiciones, los conventos cistercienses por parques temáticos para
turistas, y así sucesivamente. Con tal de salvar las carcasas arquitectónicas
parece que cualquier función es buena.
Previamente a Rossi ya se había
atacado también a la arquitectura funcional o mejor dicho, a la arquitectura
con un simbolismo funcional, desde los valores crecientes de la movilidad.
La
“Arquitectura móvil” de Yona Friedman (1957-58, v.e. ed. Poseidón, Barcelona
1978) o las “ciudades enchufables” de los Archigram, intentaron
convertir la arquitectura en unas mudas estructuras susceptibles de contener
cualquier función. Rara vez llegó a edificarse ningún “contenedor” sin función
prevista, pero durante años no dejó de hablarse de ello. (Cuando se hizo el
pabellón riojano de la Expo de Sevilla, lo primero que se dijo para justificar
el derroche de gasto público que suponía fue que se trataba de un contenedor
adaptable en el futuro a cualquier otra función, pero lo cierto es que acabado
el sarao, nadie lo quiso reutilizar y acabó demoliéndose. El año 2000 di un
paseo por lo que fuera el recinto de la Expo y reconocí aún algunos pabellones
nacionales reconvertidos en sedes de algunas oficinas comerciales. Parecían tan
falsos como cuando intentaron representar a sus países, pero mucho más
desolados aún que entonces por la falta del jolgorio colectivo).
Durante el medio siglo de
incierto reinado de la función, la ciudad se dividió en funciones y a todas las
funciones se les dio nombre. En su génesis, al decir Le Corbu que la casa era
una máquina de habitar, ya estableció su función, lo mismo que hizo para la
silla, esa “máquina de sentarse” (!!!) (pag. 92 de la citada edición de Hacia
una arquitectura). Dentro de la máquina de habitar había así mismo otras
funciones, como dormir, comer o cocinar, a las que se respondería con
dormitorios, comedores o cocinas. Bien pensado no sé por qué a la arquitectura
funcionalista se la enfrentó con la orgánica, pues según el conocido latiguillo
biológico de que “la función hace al órgano”, no podría haber otra arquitectura
más orgánica que la funcionalista. La simplificación y reducción de la visión
de un edificio, un barrio o una ciudad, a las diferentes funciones que
albergan, y la separación quirúrgica de todas ellas, fueron tratadas en sesudos
congresos internacionales de arquitectos urbanistas entre 1928 y 1956, dando
como fruto más reconocido, La Carta de Atenas de 1933, editada en 1942 y aún
difundida treinta años más tarde (no sabría decir si la edición que yo poseo,
Ariel, dic. 1971, es la primera en español, pero el caso es que en esos años
aún se editaba y se vendía en España, porque Ariel sacó otra edición en 1973).
El “zoning” se convirtió en un método de proyecto y análisis tanto en el
urbanismo como en la arquitectura.
Curiosamente fue Christopher
Alexander el que tuvo el honor de hacerlo olvidar para siempre con uno de sus
trabajos anteriores al descubrimiento de los patterns. Nos referimos al famoso
artículo “Una ciudad no es un árbol” de 1965 (Architectural Forum), recogido
con otros artículos y traducido al castellano en “La estructura del medio
ambiente”, ed. Tusquets, Barcelona 1971. Desde entonces para acá se olvidó para
siempre el funcionalismo del vocabulario arquitectónico y sólo esa preocupación
de mis alumnos en sus proyectos primerizos me lo recuerdan año a año.
Decía muy bien Venturi en
“Functionalism yes, but...” que “la arquitectura funcionalista fue más
simbólica que funcional”, pero no tan bien que “la función era un
símbolo vital en el contexto cultural de la década de los veinte”. Lo que
era un símbolo vital después de la Primera Guerra Mundial, tal y como ha
contado espléndidamente Jünger, no era la función sino el “poder de la
técnica”. Le Corbusier se inspiraba en
los automóviles, los barcos y los aviones para definir su nueva arquitectura, y
ponía su coche delante de sus edificios construidos para expresar cierta
similitud de inspiración. Setenta años más tarde, las fotografías de sus casas
con coche resultan patéticas porque el símbolo tecnológico del edificio es
increíblemente más fuerte que las obsoletas formas de los coches, demostrándose
así, con meridiana claridad, el contenido simbólico de la arquitectura mal
llamada funcionalista.
De algún modo, se entendería mejor
a Le Corbusier como un anticipo de la arquitectura de la expresión técnica o
“high tech” que iniciarían Renzo y Piano en el Centro Pompidou de París, y que
tendría continuidad con las obras de los ingleses Foster o Greenshaw.
Para buscar una arquitectura
auténticamente funcionalista nos tenemos que remontar por lo tanto a los dos
siglos anteriores. Las nuevas funciones de los estados modernos y de la
sociedad industrial precisaban edificios que les dieran respuesta. Las búsquedas
tipológicas y simbólicas no siempre dieron resultados y muchas funciones fueron
albergadas en carcasas simbólicas o tipológicas de otras. Las bibliotecas, las
prisiones, los mercados, los parlamentos, los hospitales, las estaciones de
ferrocarril etc. etc. precisaron respuestas que la arquitectura no siempre supo
dar desde sus principios teóricos, perdiendo no pocas veces la carrera de la
historia respecto a la simplona ingeniería. Por rescatar un poco a Pevsner
después de traer aquí la torpe definición de funcionalismo de su diccionario,
mencionaré como ilustración de esta lucha por dar forma y símbolo a las nuevas
funciones, su voluminosa y erudita “Historia de las Tipologías Arquitectónicas”
(Princeton 1976, v. e. ed. GG, Barcelona 1979).
Por el contrario, las prisiones, según el
célebre tratado de Durand (v. e. Ed. Pronaos, Madrid 1981, 3ª parte lámina 19) tendrían forma de pabellones enlazados con patios y bordeados por
cuatro torreones con la forma de un castillo según la imagen que casi de forma
contemporánea editase Ledoux
(L’Architecture 1804).
Pero la expresión de las nuevas
funciones no podía confiarse solamente a las plantas sino sobre todo a las
fachadas y por ahí es por donde la arquitectura empezó a hacer aguas. George
Dance resolvió el problema con rotundidad en la conocida prisión de Newgate
(1770-1785) respondiendo con una imagen de gruesos y ciegos muros a la función
del internado de presos,
pero habría que buscar con lupa una relación expresiva tan coherente
entre la función y la imagen de un edificio.
El libro de Pevsner sólo trae ejemplos de edificios
clasificados por usos hasta el año 1950, por lo que se hace más que necesaria
una reactualización con las propuestas de la “arquitectura funcional” de la
segunda mitad del siglo XX.
En la última página de su libro,
Pevsner menciona sólo de pasada y sin un reflejo gráfico, la fábrica de
sombreros de Erich Mendelsohn, ignorando así los notables esfuerzos de este
arquitecto alemán por encontrar para la arquitectura una expresión de sus funciones
con el único recurso de los volúmenes y sus huecos. Los proyectos imaginarios
de Mendelsohn, dibujados en sus cuadernos de trincheras durante la Primera
Guerra Mundial, merecen sin lugar a duda un puesto destacado en los esfuerzos
por poner a la arquitectura bajo la advocación de la función:
.
A
cuatro kilómetros de Haro, en Anguciana, -mi pueblo-, el arquitecto logroñés
Gil Albarellos construyó la fachada del cine dándole forma de fotogramas de
película.
En Alfaro, la fábrica de viguetas llamada Ultramar
tuvo la ocurrencia de dar forma de barco a su edificio de oficinas. Pero no se
vaya a pensar que esto es cosas de pueblerinos y provincianos.
Mucho más
famoso, y hasta más ramplón, Gehry pone
un avión a la entrada de un museo aeroespacial (f 2.12) o unos
prismáticos a la entrada de edificio comercial en California, y
así sucesivamente. Robert Venturi quiso rescatar toda esta imaginería simplona
e incluso promoverla pero, como es sabido,
en ello encontró su tumba.
Resumiendo un poco, la
arquitectura “funcionalista” ha mostrado tres rostros, a saber:
1) El de los clientes, sus ingenieros y sus
constructores, en cuyo caso no se puede hablar de arquitectura, pero que ante
el retroceso de la verdadera arquitectura, ocupa cada vez mayor espacio en el
mundo llevando a la edificación a lo que bien se puede llamar el nivel cero.
2) El de quienes equivocaron la
expresión de la función con la expresión de la técnica, como Le Corbusier, y
que en cambio teorizaron con las funciones simplificando hasta extremos
ridículos la complejidad de la arquitectura y de la ciudad.
y
3) El de quienes intentaron que sus edificios expresaran su función,
pero ante el empobrecimiento expresivo de los lenguajes históricos, la
abolición de la decoración y el autismo del lenguaje técnico, tuvieron mucha
menos fortuna que mérito.
Como ninguno de estos rostros es
muy agraciado, vamos a dejar aquí al dios función y vamos ver que nos ofrece el
siguiente.
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