En los estudios musicales, la asignatura llamada “Composición” aparece en los últimos cursos. Representa el nivel máximo de conocimiento musical o el ejercicio más difícil. Atrás habrán quedado el lenguaje musical, el duro trabajo con el instrumento o los estudios de armonía con los que muchos músicos habrán conseguido ser simples ejecutantes o, acaso, interpretes de obras ajenas con personalidad propia, y quizás hasta hagan arreglos y contrapuntos de ellas. Pero al llegar al final de la carrera, al enfrentarse a la asignatura de Composición el músico se preguntará si no ha llegado ya demasiado lejos, si podrá con ese último reto: el de la creación a partir de la nada.
¿De la nada?, ¿del papel en blanco?, ¿es la composición una creación? En este epígrafe y sobre todo en el siguiente iremos abordando el crucial problema de la “creación”, el terrible problema filosófico del paso de la nada al ser que Parménides negaba con toda la fuerza de la lógica y que sin embargo Platón admitió, abriendo así la compuerta del enloquecido proceso creativo (y destructivo) de lo que se entiende como “cultura occidental” (Severino).
Atendiendo a lo que dice la palabra en sí, la composición no es en lo más profundo de su significado creación, sino más bien “poner con”, juntar unas cosas con otras en un nivel o con una intencionalidad superior al mero “yuxtaponer”, a la suma, a la agregación. Al hablar de cosas, que ya están ahí antes de ponerlas unas junto a las otras, damos a entender que la composición es un ejercicio posterior a la creación más radical.
Al contrario que en música, en los estudios de Arquitectura las asignaturas de “Composición” están en los primeros cursos, como si fueran un entrenamiento para los Proyectos que vendrán después, y en mi viejo plan de estudios, la primera de ellas no se llamaba aún “Composición” sino “Elementos de Composición”. Rafael Moneo impartió en el curso 1971-72, en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, un colección de brillantes clases sobre “elementos” cuyo contenido consistía en una erudita descripción de columnas, muros, puertas, ventanas, suelos, escaleras, cubiertas y muebles, siguiendo una tradición teórica decimonónica que había arrancado en el tratado de Durand o en la obra de Schinkel y que parecía haberse cerrado con Julian Guadet a comienzos del siglo XX. Si Moneo volvía a ello, seguramente se debía a una debilidad personal por la erudición que era bien patente en sus primeros escritos e incluso, en sus edificios primerizos.
Si dejamos a un lado la música o la arquitectura y buscamos en otros ámbitos la mayor densidad en el uso de la palabra “composición”, la hallaremos en los albores de la pintura abstracta: a falta de ideas para titular sus cuadros, los neoplasticistas holandeses, los constructivistas rusos o los pedagogos bauhasianos los llamaban una y otra vez, “composiciones”. Al poner sobre el lienzo tan sólo unas rayas, unos puntos, unos cuadrados o unos colores, quisieron exculparse ante el público diciendo que lo suyo era la “composición” y, aunque todo pintor de santos, vírgenes o últimas cenas nunca había podido obviar la tarea de componer sus figuras en el lienzo, lo cierto es que al no perderse la concentración con la visión de santos, vírgenes ni cenas, se dio un impulso muy importante al concepto de composición. Es más, la nueva y definitiva definición de la “composición” devino porque todos esos pintores modernos buscaron con insistencia los límites de la composición clásica pintando, más que nada, “descomposiciones”
Gracias a que la pintura se convirtió en investigación lingüística sabemos ahora que ya sea con frases musicales, ventanas, santos o puntos, rayas y colores, el principio fundamental de toda composición es el logro de la Unidad. Por mucho que esté formada por partes ya existentes la composición es el alumbramiento de un nuevo ente, o ser o cosa, diferente de todo lo ya conocido y con posibilidades de sobrevivir, es decir, una “creación”. Un ente complejo, un “todo” formado con partes, pero sobre todo “uno”, esto es, un ser nuevo y superior a la entidad de las partes y a su simple yuxtaposición. Cosiendo dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabeza, no hay un ser humano sino una agregación de miembros pertenecientes a anteriores seres humanos. Para que una agregación de partes existentes alcance la “unidad” se precisa de un golpe de gracia que le insufle eso que se llama “alma”. Explicar la composición empezando por los elementos no es pues un buen método porque sólo en la fantasía del cine, Frankestein puede cobrar vida gracias a un alma lograda mediante una misteriosa amalgama de descargas eléctricas. No es bueno coleccionar piernas o brazos si queremos entender al hombre, como no lo será estudiar columnas y ventanas si queremos entender la arquitectura. Por lo tanto, es posible que sea mejor empezar con el punto y el plano de Kandinsky que con los voluminosos Elements de Gaudet o las eruditas clases de Moneo.
Pero antes de empezar con Kandinsky hay que preguntarse por ese alma que da unidad y vida a las partes y que es a la vez tan invisible como escurridiza. Para empezar, habría que hablar de dos almas distintas, una que ocupa el espacio y otra que se extiende en el tiempo. En la música se dan las dos, en la pintura sólo una (la primera), en el arte dramático sólo una, la segunda, y en la arquitectura..., bueno en la arquitectura aunque parece que sólo haya una, como en la pintura, lo cierto es que al ser recorrida aparece también la segunda.
Empecemos con la música. Como todo el mundo sabe, el alma estática de la música es acorde armónico, mientras que su alma dinámica está en la cadencia melódica-armónica que nos lleva desde el comienzo tonal hasta los compases de tensión de los acordes dominantes o subdominantes y la resolución final. El alma de los acordes tiene fundamento numérico, pero el alma del desarrollo melódico es netamente dramático. La composición de una pieza musical ha de poseer una armonía vertical (acordes) y una armonía horizontal (cadencia). La distinción pedagógica que se da en los estudios musicales entre las asignaturas de Armonía y Composición parece responder al estudio de la una y de la otra.
Del mismo modo, es distinto aprender a hacer palabras o frases que a componer una novela. Mientras que lo primero es prácticamente inerte, en la armonía dramática clásica hay, como en la musical, un planteamiento, un enredo o nudo, y un desenlace.
Si la armonía estática de los acordes musicales que percibimos por el oído se fundamenta en el número, la armonía de las cosas que se ofrecen a la vista ha de obedecer a algún principio igualmente numérico que se venga dando desde siempre en tantos y tantos objetos que contemplamos con deleite en la naturaleza. Es así como Alberti enuncia que el alma de la arquitectura, su armonía, es el de la Simetría: “es propio de la naturaleza que el lado derecho corresponda con absoluta identidad al lado izquierdo”. El número 3 (como en la formación de los acordes) permite el paso de la unidad del uno a la unidad de varias partes.
Dado que la arquitectura no se despliega en un solo plano alzado sino que se recorre en planta, la simetría encuentra ciertos límites que se asemejan a los de la naturaleza porque tampoco los seres humanos o los árboles somos simétricos si se nos mira tumbados, ya que en un lado está la cabeza y en el otro los pies. La simetría axial sería entonces la armonía estática mientras que el recorrido longitudinal, tanto de abajo arriba, como desde la entrada hasta el fondo, precisarían igualmente de un alma dramática.
Pero de momento no nos compliquemos mucho con todo ello. Lo esencial es saber que la composición está regida por el principio de Unidad y por el principio de la Armonía del todo con las partes, y que la Simetría o el desarrollo Dramático son las leyes que la garantizan. Ya podemos empezar entonces con Kandisnky.
Imaginemos un rectángulo en blanco (un folio de papel) y un punto (un objeto tal como una moneda). Hagamos el ejercicio de componer la moneda sobre el papel. ¿A dónde acudirá ésta? ¿dónde se sentirá mejor? ¿dónde encontrará la armonía? Cualquier niño lo hace sin pensar: en el centro del papel. La razón es fácil de descubrir: de todos los puntos que podrían acoger la moneda sólo hay uno distinto a todos los demás, un punto especialmente imantado por su propiedad de ser equidistante a los bordes que definen el folio. Y esa imantación es la que lleva hasta él la moneda consiguiendo el equilibrio de la armonía. Nótese que hemos cambiado el problema del que veníamos hablando hasta ahora: ya no se trata de poner unas cosas “con” otras y juntarlas de tal manera que cobren vida, sino que se trata de poner una cosa “en” otra. Componer no sólo es “poner con” sino también “poner en”. El rectángulo blanco no es una nada sino un nuevo ente definido por sus bordes. Y no sólo por ellos. Sigamos.
Si el papel lo ponemos en la pared en vez de en la mesa, ocurrirá un fenómeno nuevo. Ahora, en lugar de poner el punto en el centro lo ponemos ligeramente desplazado hacia abajo. Observamos que en la nueva composición hay tanta armonía como antes o incluso más. A poco que lo pensemos, descubrimos que es porque la línea inferior del folio también tiene una característica distinta a las otras tres líneas del cuadro: un especial poder de imantación que le viene de la ley de la gravedad, de la percepción de un arriba y un abajo que es consustancial a la mirada humana. Entre el poder de imantación del centro y el de la línea inferior del folio hay una serie de puntos en los que la composición estaría en armonía. Dependerá de la imantación de uno o de otro. Aquí la forma del receptáculo jugará un gran papel: si éste es cuadrado, el poder de imantación del punto central será superior que si el papel fuera rectangular, y si el papel es circular la fuerza de su centro será tanta como si estuviera sobre la mesa.
Pero como habíamos empezado con un papel rectangular apaisado (un folio) como reflejo de nuestra mirada igualmente apaisada (dos ojos en línea horizontal), sigamos con él. La composición del punto en el centro (o un poco más abajo) sobre el folio apaisado no nos deja totalmente satisfechos porque entre el punto y los bordes laterales hay excesivo espacio vacío. La solución inmediata es inventar un par de puntos más, quizás un poco más pequeños, y situarlos entre el punto central y los bordes. Llegamos así a una composición algo más compleja en la que por haber buscado la armonía entre los puntos y el papel hemos puesto en cuestión el principio inicial de la “unidad”. Tres no es uno, pero nótese que en la decisión de “hacerlos un poco más pequeños” los dos puntos nuevos han quedado subordinados al central. A modo de broma macabra suelo decir a mis alumnos que para que el Gólgota quedara bien en los miles de cuadros que se pintarían en los siglos posteriores, los judíos tuvieron la artística idea de crucificar a dos ladrones, uno a cada lado de Jesucristo. El tríptico es una de las composiciones más utilizadas a lo largo de la historia y no sólo en la pintura sino también en la escultura, la arquitectura o hasta la indumentaria, expresando la relación entre el tronco central y las extremidades laterales. Hemos llegado de la mano de Kandinsky a donde estaba Alberti cinco siglos antes. El tres es el número que equilibra la unidad del ser con la visión apaisada que tenemos los hombres por la fuerza de la gravedad, logrando pasar así de lo simple a lo complejo.
Problema más arduo se plantea cuando lo que hay que componer sobre el lienzo no es uno o tres elementos sino sólo y exclusivamente dos. Si uno ocupa el centro, el otro no encuentra lugar; y si el centro se queda vacío, la unidad de la composición queda en entredicho. Es el célebre problema del tema de la Anunciación de la Virgen María por el Arcángel San Gabriel, o el de la fotografía de cualquier matrimonio.
A Robert Venturi se le culpa con frecuencia el haber iniciado la postmodernidad arquitectónica o de haber frivolizado la arquitectura del último cuarto del siglo XX con anuncios o anécdotas gráficas. Se olvida con ello que su genial aportación a la historia de la arquitectura fue descubrir la grandeza compositiva de los temas pares. Su “Complejidad y Contradicción en la Arquitectura” se inicia con un manifiesto a favor de la dualidad (cap 1) que se argumenta sólida y brillantemente en un repaso de todas aquellas arquitecturas que han asumido el reto de la composición dual frente a la simplicidad de los temas únicos o la naturalidad de los trinitarios. Una dualidad, detectada y analizada no sólo en los elementos más formales de la planta o la fachada, sino en todos aquellos temas en que pueda aparecer la tensión entre lo uno y lo otro: el interior y el exterior, la doble función, la escala de lo doméstico y lo monumental, la adaptación de los modelos ideales a las circunstancias concretas, etc.
La fuerza del descubrimiento de Venturi arrastró a algún incauto a experimentos precipitados. El fracturado Ayuntamiento que Rafael Moneo construyó en Logroño según leía el libro de Venturi, fue el producto más inmediato, -y el que más a mano tengo. Lo veo cada día al ir a mi Escuela de Artes y Oficios (de clásica composición en tríptico) y no puedo sino lamentarme de su patético resultado: parece un edificio cornudo.
La gracia de la teoría en la interpretación de lo construido no es nunca garantía de la gracia que precisa una nueva creación. Pero no nos perdamos en los ejemplos y volvamos al tema.
Cuando el número de puntos pasa de tres a cinco o a siete, o de dos a cuatro o a seis, es evidente que la unidad compositiva pierde fuerza y que el fenómeno de la repetición nos traslada desde el terreno tenso de la composición, al más relajante ritmo de la textura (cap 3 de este manual). Cuando las partes son muchas es difícil que hagan un todo, que logren “unidad” alguna. Pasa también con las películas corales o sin protagonistas principales, (como las de la última época de Berlanga) por muy unitario que sea el tema.
Cuando se empezaron a hacer experimentos compositivos con formas simples sobre planos, resultó que el uso de la también simple ley de simetría podía dar como resultado creaciones completamente banales. Así que decididos a mantener la simplicidad de las formas abstractas y elementales de la geometría o el color, los creadores modernos optaron por modificar la ley de la armonía del todo y las partes, o ley de la simetría. El “equilibrio de masas” que la sustituyó vino a ser como una especie de simetría de ojos entrecerrados: no hacía falta que lo que estuviese a la derecha fuera idéntico a lo que estaba a la izquierda, como decía Alberti; bastaba con que ambas tuvieran similar “peso” o “masa”, ya en tamaño o más sutilmente en color, presencia, interés, etc. Así mismo admitieron que el “alma dinámica” podría entrar a formar parte del alma estática propia de los objetos, y las composiciones podían apuntar hacia un más allá del propio cuadro (explicaba Moneo sesenta años después de estos experimentos a los pobres periodistas ignorantes en composición moderna, que las dos diagonales del Ayuntamiento de Logroño aludían al un supuesto eje de los espacios libres de la ciudad y a la única calle que cosía la ciudad de norte a Sur (?)) . Pero ya puestos a forzar los límites de las leyes de la composición, al final los artistas decidieron que la obra de arte no necesitaba de unidad alguna y optaron por romper el marco. Es así como los neoplasticistas holandeses colgaron los cuadros torcidos o trataron de abolir cualquier receptáculo reconocible, tanto en su interior como en su exterior.
Desaparecidos los límites, se acabó la composición, debieron pensar muy ufanos, pero sus experimentos fueron tan breves que en vez de abolir la unidad compositiva adquirieron para sí un capítulo bien unitario en la Historia del Arte.
No habían acabado las obras del Ayuntamiento de Moneo en Logroño cuando ya Rossi y los italianos de su Tendenza recuperaban con tanto rigor la vieja simetría clásica (f 5.15) que a sus fanáticos seguidores provincianos de por aquí, se les llamaba “los de la raya en medio”
A la velocidad con que pasan las modas en la sociedad de la comunicación electrónica, pronto la llamada “deconstrucción” recuperó para poco más de un trienio la rotura, la fragmentación y la descomposición, y luego nuevamente se volvió a los cubos unitarios o a las formas gaseosas y así sucesivamente, hasta llegar a un punto de confusión informativa en el que ya sólo vale lo que se publica, sea cual sea su composición.
Cuando la ciudad empezó a descomponerse en magmas metropolitanos amorfos, también se llegó a perder la idea de un centro o la fe en una relación entre sus partes. La geometría fractal de B. Maldebrot ha sido utilizada para intentar ver cuando menos alguna textura en las más caóticas conurbaciones (véase la interesante tesis doctoral de Daniel Zarza: Una interpretación fractal de la forma de la ciudad” ETSAM Madrid 1996) pero ya nunca una composición. En la sociedad de la individuación extrema el centro de la ciudad es el punto en que está cada uno de sus individuos por lo que ya no cabe hablar de ciudad sino de dominios de información y control.
La composición (como la compostura) es un valor antiguo que sobrevive, como todo lo antiguo, en pequeñas mónadas de imagen, de espacio o de tiempo, aceptando más que nunca la lógica de sus límites. Junto a la composición como modo de creación, debe de enseñarse de inmediato esa descomposición que construye deconstruyendo, que une fragmentando o que trata de comunicar confundiendo, mas que nada para saber cuando estamos en la una o en la otra.
Pero demos un paso más en el estudio de la composición de la mano de Alexander. Mientras que Moneo, como Gaudet o como Durand, enseñaba elementos de composición, Alexander enseña patrones. A diferencia de los elementos, que son puramente objetuales y concretos, los patrones son relaciones entre cosas que si bien se logran entender siempre a través de una imagen (las fotografías son fundamentales en los libros de Alexander), se proponen algo más abstractos y abiertos. Y mientras que con los elementos se pueden confeccionar catálogos o colecciones, con los patrones, según Alexander, lo que se genera es un lenguaje. Pero si el salto de la suma de elementos a la unidad compositiva no estaba claro, el salto desde los patrones al lenguaje tampoco lo está.
En el capítulo 20 de El Modo trata de exponer el camino enunciando como título “un patrón por vez” pero hacia el final del mismo, Alexander se plantea la misma pregunta que se hace el lector: si tomas un patrón por vez, ¿qué garantía hay de que todos los patrones encajen coherentemente? ¿qué ocurre si reúnes los patrones de uno en uno y repentinamente, en el noveno o en el décimo descubres que es imposible de realizar porque hay un conflicto entre el diseño que hasta ese momento ha surgido y el siguiente patrón de la secuencia?.
La solución de Alexander es harto simpática: el problema no está en el método sino en el temor del diseñador. No se puede diseñar con temor. Diseñar es como andar por una cuerda floja sin pensar que se está en la cuerda floja. En cuanto te das cuenta, te caes. Según parece, la creación es un acto inocente y ajeno a la reflexión. Un acto, diríase, que irresponsable. La creación es, como decía Joan Miró, la alegría de un hallazgo y no el ordenado proceso de una búsqueda. Y el hallazgo suele estar reservado a los niños, a los ingenuos, a los locos, a los irresponsables, a los poetas adolescentes, a músicos de risita tonta o a arquitectos inexpresivos, esto es, a tantos y tantos creadores que no se han parado ni un minuto a pensar en lo que estaban haciendo. La creación es un don o una gracia divina. Yo también lo compruebo cada año en clase: los peores alumnos según el baremo tradicional, son los mejores en el ejercicio de composición con punto y línea sobre el plano, los que menos miedo tienen a hacer el ridículo y a fallar.
Distinta es la labor del crítico o del profesor cuando tiene entre sus manos las composiciones de los creadores. Decíamos al principio de este manual que la crítica es también una poética y una creación. Que no es un repaso al creador ni mucho menos un acto de destrucción. La crítica cura y completa la creación: explicita el análisis o la reflexión que ha estado ausente en el proceso de composición.
Muchos de mis alumnos, al oír los comentarios que hago en clase sobre las composiciones de puntos y líneas que entregan como ejercicios se quedan atónitos. A uno le digo que lo suyo es un bodegón, a otro que es un paisaje alegre, a otro que una figura introvertida. Para su sorpresa detecto “manchas tontas”, líneas primarias, elementos sobrantes, confusiones, o ausencias manifiestas; composiciones muy simples o composiciones que tienden hacia la textura; imágenes que se agotan con una mirada o creaciones que invitan a mirarse una y otra vez en busca de su escondido misterio. En tan sólo diez años de docencia de la asignatura Fundamentos de Diseño con ejercicios de punto y línea de alumnos adolescentes, he acumulado un impresionante archivo de composiciones que a menudo pongo en comparación, para mi regocijo y el de mis alumnos, con la exhausta creatividad de los pintores profesionales que aún cuelgan sus pinturas abstractas por las paredes de las salas oficiales de arte. En formato y ringorrango puede que nos ganen, pero lo que es en creatividad compositiva, la magia está en los jóvenes, si no en los niños. (ofrezco al lector un mínimo muestrario de diez fotos de ejercicios de mis alumnos)
Claro que una cosa es un jueguecito de puntos y líneas sobre un papel y otra cosa es la arquitectura. Cierta arquitectura del espectáculo de las últimas décadas ha confundido lo uno y lo otro y merced a la mezcla de una insaciable voracidad de imágenes novedosas, del despilfarro económico de la sociedad del bienestar occidental y de la fascinante evolución técnica del cálculo y dibujo por ordenador o de los nuevos materiales, se ha edificado lo que no son sino ejercicios infantiles de composición. Compárese sus planos, -ampliamente divulgados en carísimas revistas como El Croquis-, con los ejercicios de los alumnos adolescente de mi escuela y vean si no están incluso por debajo de éstos. Lo de Libeskind, Hadid, Miralles, o Gehry recuerda al placer de Nerón por incendiar Roma.
La arquitectura abstracta es uno de los sinsentidos más tontos de nuestra época (véase mi artículo “Un edificio abstracto” rev. El Péndulo n. 2, Logroño, 2000 ). Eso sí, tiene mucho éxito para el turismo: cualquier foto que haga uno (y lo propio del turista es siempre hacer fotos) sobre el Guggenheim de Bilbao tiene un cien por cien de posibilidades de convertirse en un Kandinsky; y si es con la novia delante, pues un Kandinsky con novia. Haber convertido en edificios carísimos el desorden formal de un amasijo de hierros o la fractura de dos arquitecturas que chocan entre sí, tiene el mérito de haber interpretado oportunamente la estupidez de nuestra época, pero como ejercicio en la disciplina de composición, insisto, no merecen ni hacer el esfuerzo de la crítica. Yo lo hago con el Ayuntamiento de mi ciudad por cariño hacia mi profesor de arquitectura y hacia mi ciudad, pero no más.