En una entrevista a
un famoso músico de Jazz en la que se le planteaba la pregunta de la belleza
musical, el jazzista negro no dudaba en responder: “mire Vd., si quiere que
hablemos de belleza de verdad le diré una cosa: no hay nada más bello que una
mujer desnuda”.
Más o menos es la misma respuesta que le di
yo a un amigo arquitecto con el que visitaba el célebre edificio de la Jefatura
de Policía de Copenhague de Hack Kampmann en el que se iniciara
la andadura profesional del alumno Jacobsen: a la pregunta escéptica de mi
amigo, “pero ¿y a ti te emociona esto?”, yo le dije sin vacilar (y para mutuo
regocijo): “no, mira, a mí lo que de verdad me emociona es el erotismo en
las mujeres”.
En el diálogo titulado Hipias el
Mayor, Platón expone las posiciones de Sócrates e Hipias sobre la belleza.
Sócrates mantiene una actitud racionalista y absolutista mientras Hipias
representa la actitud empirista y relativista. Preguntado éste sobre la
belleza, su primera respuesta no ofrece dudas: “la belleza se reduce a lo
que es bello, por ejemplo, lo bello es una muchacha hermosa” (cit.
Diccionario de Filosofía de Bolsillo, José Ferrater Mora, ed. Alianza, Madrid
1983 pag 76). La respuesta que le da Sócrates es tan tonta como enternecedora: “hay
otras cosas bellas, por ejemplo, un caballo hermoso...”
Edmund Burke, en “Indagaciones
sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello” (v. en
español Colección Arquilecturas, Valencia 1985) también anda por la misma senda
de Hipias. En la sección X de la primera parte, dedicada a aclarar qué es la
belleza, hace un interesante discurso sobre el sexo, el amor y la
concupiscencia, para terminar declarando que “el objeto de esta pasión mixta
que yo llamo amor, es la belleza del sexo” (pag. 96).
Hablar de belleza es hablar de
mujeres, y no hay que darle más vueltas porque en origen, a lo uno y a lo otro
los romanos los denominaron igual: Venus. También lo ha
entendido así toda esa gente dedicada al cuidado de la belleza femenina que se
han apropiado del vocablo “estética”. Los “esteticistas”, a mi juicio, llevan
todas las de ganar contra los catedráticos de Estética en el reconocimiento
público de su labor profesional. La belleza es mujer y la mujer es belleza. En
el plano del ser no cabe más, así que será en el paso del sustantivo al
adjetivo, esto es, cuando apliquemos los atributos femeninos a otras cosas,
cuando aparezca el culto y el habla.
Por lo que respecta a la arquitectura, Vitrubio
hace un primer intento poco arriesgado: “la belleza en un edificio depende
de que su aspecto sea agradable y de buen gusto por la debida proporción de
todas sus partes”. Una definición que podríamos haber leído perfectamente
en cualquiera de las revistas llamadas, con propiedad, “de belleza”.
A poco que nos fijemos en el
kiosko de periódicos y revistas, descubriremos que muchas de las revistas
femeninas de belleza, por ejemplo Marie Claire, Elle, etc., sacan también
suplementos o números monográficos dedicados a la casa, como si ésta fuera la
segunda piel de la mujer. Algunos términos valen tanto para una como para otra
y así, los manteles, los visillos, o las colchas son tratados en el apartado
denominado “lencería” del hogar.
A diferencia de las revistas de Arquitectura
que muestran fotos en las que nunca hay nadie, las revistas de la belleza de la
casa no desdeñan incluir la figura femenina, y llegados a tratar del baño, no faltará nunca
una imagen en que la mujer desnuda y los aparatos sanitarios aparezcan fundidos
en uno.
Mi preferencia por este tipo de revistas de
arquitectura respecto a las del gremio de arquitectos es
incuestionable.
Como incuestionable es también mi
preferencia por una estética referida a la mujer que a los abstractos. A mitad
de camino entre lo uno y los otros estaría toda la belleza referida al hacer
humano esto es, a las artes. En el impagable Diccionario de las Artes de Félix
de Azúa, el catedrático de Estética barcelonés hace un sucinto pero magistral
recorrido por la relación de lo bello con las artes, desde los muy antiguos
hasta los actuales espectáculos televisivos, pasando por Kant y Hegel, que es
cuando las artes pasan a ser el Arte y se convierten en deidad en sí misma. En
tan hermoso relato sólo hay una referencia a la belleza de la que aquí vengo
hablando, pero suficiente: “siempre que se habla de lo bello conviene
recordar que la epopeya nacional griega es la historia de una guerra ocasionada
por la belleza de Helena” (ed. cit. Pag 67).
Desde el momento en que Hegel se propone la
pregunta “de lo bello en el arte”, se entiende que el Arte es incluso más
grande que lo bello y que puede abarcar nuevos territorios. Vistas así las
cosas, en el Arte también cabe la fealdad y Karl Rosenkranz lo investigó
pacientemente en su Estética de lo feo. La tesis de su libro, generosamente
expuesta en su prólogo para no tener que leer su entretenida argumentación, es
que la mezcla de lo bello con lo feo da lo cómico, que es arte que tiene
muchísimo éxito: tanto, que ha acabado por apropiarse del calificativo de la
“gracia”, reservado antiguamente a todo aquello que tuviera un toque divino.
Pedro Azara también escribió un libro al que siento no haber tenido acceso,
cuyo título no puede ser más prometedor, “De la fealdad del arte moderno”. En
todo caso, las proposiciones de Azara y Rosenkranz les van como anillo al dedo
a las arquitecturas del siglo XX: la arquitectura moderna es fea, porque al
ponerse a la ingeniería como meta (Le Corbusier) se ha alejado todo lo posible
de los atributos femeninos; y la arquitectura postmoderna es graciosa (o cómica
más bien) porque ha hecho un revuelto de lo bello y de lo moderno. El carácter
extraordinariamente efímero de la arquitectura postmoderna radica justamente en
su condición grotesca, pues en tanto que chiste se agota inmediatamente después
de haber sido contado tres o cuatro veces, y si se cuenta mal, incluso a la
primera (anótese esta observación en el capítulo anterior dedicado a la solidez
y durabilidad).
Christopher Alexander trabaja también la oposición
entre fealdad y hermosura en la presentación de sus patterns. Pero al oponer la
idea generadora de una posada antigua frente de un motel moderno (pattern 91),
los muros gruesos y blandos frente a los finos, lisos y duraderos (pattern
197), el tejado protector frente al tejado como un pegote (pattern 117), los
patios con vida frente a los patios muertos (pattern 115), etc. etc.,
ejemplificándolos incluso con imágenes, trata de demostrar la diferencia entre
un buen y un mal edificio, evitando siempre referirse a la cuestión de lo
bello. En este método de separación o diferenciación prefiere tratar con lo
“vivo”, lo “integral”, lo “cómodo”, lo “libre”, lo “exacto”, lo “carente de yo”
o lo “eterno” (capítulo 2 de “El modo”). Probablemente para Alexander lo bello
sea una pose o siga siendo una “idea” platónica y por eso la ignora: “en ocasiones los arquitectos afirman que
para diseñar un edificio tienes que empezar por tener una “imagen” que dará
coherencia y orden al todo. Pero así nunca crearás nada natural. Si tienes una
idea y tratas de encajar los patrones, la idea controla, distorsiona y vuelve
artificial la tarea que los patrones intentan operar en tu mente” (cap. 27,
pag 405). O quizás Alexander beba aún del ancestral puritanismo cultural
anglosajón (inventor como se sabe de lo políticamente correcto) y no se atreva
a dar públicamente el salto de identificar todas esas condiciones de su
cualidad sin nombre con la auténtica belleza, esto es, con la belleza de Venus.
Ciertamente, cuesta encontrar la palabra belleza en los dos libros de
Alexander.
Pero si nos ponemos
a pensar en los atributos de la “cualidad” veremos que todos tienen mucho que
ver con la mujer. Para empezar, nada hay más “viviente” que una mujer. Es la
mujer, sobre todas las cosas de este mundo (y sobre los caballos de Sócrates
también), la que nos hace sentirnos plenamente “vivos” a los hombres. Y en lo
que a ellas concierne, nada hay más “viviente” que la propia mujer cultivando
su belleza. Respecto a la “libertad”, nada la puede desatar como el amor por
una mujer: “el hombre dejará a sus padres, sus bienes, sus amigos o su patria
por ella”; así como ella los dejará por sí misma. Merced a ese abandono se
acercará uno a la “integridad”: “algo es integral -dice Alexander- en la medida
en que está libre de contradicciones internas”. En el progreso hacia la belleza
ha de haber un “relajamiento”, un sentirse “cómodo” y finalmente una “carencia
del yo”, algo que sucede de modo natural en cada sublimación ante la belleza
pero que nuestra cultura nunca ha admitido. En la cultura occidental, ya sea
judeocristiana o musulmana, tanto da, la mujer ha sido entendida como un objeto
de conquista o una propiedad final del hombre de modo que en su captura se ponían
en juego sus facultades de engaño o de fuerza y en su logro no hacía éste sino
aumentar sus atributos de poder.
Hay que retroceder antes de la Biblia para
descubrir una cultura donde la sexualidad es justamente esa anulación o
“carencia del yo” que, según Alexander posee la cualidad sin nombre. Con la
relectura del poema de Gilgamesh, el rastreo de las leyendas prebíblicas y la
demostración del giro de ciento ochenta grados que dieron los judíos y griegos
al mundo antiguo, Eduardo Gil Bera ha hecho un trabajo formidable en “Paisajes
con fisuras” para poder recuperar el estado original de la vitalidad humana en
el que el sexo de la hieródula convierte al salvaje en civilizado y hace que
las bestias huyan de él. Según nos recuerda (pag. 57, op cit) el estribillo de
un himno acádico referido al hierodulismo de Ur, dice así: “el deleite
sexual es el fundamento de la ciudad”. Al fundar las ciudades en el deleite
sexual se desmoronan todas las ciudades puestas bajo la advocación del mito
cainita (véase en este sentido Archipiélago n. 41 pag. 128, mi crítica a “La invención de Caín”, de Félix
de Azúa, ed. Alfaguara, Madrid 1999).
La belleza de las ciudades
cainitas es la belleza del arte o del hacer del hombre, una belleza fría e
ideal que, perdidas todas las referencias con lo viviente, Alexander llama
siempre muerte o “desolación”. Una belleza construida por una mente calculadora
o por un Yo artístico que se aísla de todo lo que entendemos por viviente e
integral. Su culto ocupa el noventaynueve por ciento del espacio dedicado hoy a
la arquitectura, pero por suerte y esperanza para nosotros, la caída del
puritanismo y la actual permisividad sexual nos permite como nunca disfrutar de
la contemplación de la auténtica y verdadera belleza y mostrar como símbolo de
la barbarie absoluta en este comienzo de siglo la ocultación total de la mujer
bajo la opacidad del burka. Nada es tan feo y triste para un
amante de la belleza como visitar las ciudades árabes en que no se puede
disfrutar de la contemplación de mujeres en sus calles.
Expone Azúa que hace un par de
siglos la belleza desapareció del horizonte de las artes y que la artisticidad
se hizo universal y totalitaria, primero en el Estado y después en la
televisión. Todo eso es cierto, pero lo que no dice en el epígrafe dedicado a
la belleza es dónde se metió ésta. Sólo en la última frase menciona
enigmáticamente que “lo bello ha regresado para dar esplendor a la nada”.
Una débil pista que a mí personalmente me lleva setenta años atrás cuando, para
superar la recesión del crack del veintinueve, Raymond Loewy enunció su famosa
frase de “lo feo no vende”. Y así descubro que el gran refugio de la
belleza durante todo el siglo XX ha sido el diseño. Pero no el diseño
tradicional vitrubiano que tenía a Venus como diosa consorte de Firmitas y
Utilitas, sino un nuevo diseño que pone en las ventas su finalidad última (el
Dinero como dios progresado), y que de modo inmediato y automático se convierte
en publicidad.
Venus se hizo carne en el diseño
mediante dos mecanismos: el de las formas mismas de los objetos y el de la
asociación de la figura femenina a todos los objetos habidos y por vender.
Loewy recurrió en sus diseños a uno de los atributos de la belleza (uno de los
atributos de lo femenino) que ya había descubierto Burke dos siglos atrás, la
tersura: “La otra propiedad que puede observarse constantemente en los
objetos bellos, es la tersura: cualidad tan esencial a la belleza que no se me
acuerda ninguna cosa bella que no sea tersa”. Burke enumera algunas cosas
más o menos políticamente correctas en las que encuentra la tersura, como las
hojas lisas o las mansas corrientes, pero al final da con la auténtica
localización: “en las mujeres bellas, el cutis terso”. (François
Truffaut también lo descubrió unos años mas tarde en su película más bella: “La
piel suave”). El blanco terso y brillante que sustituyó al verdoso color de los
paquetes de Lucky Strike en el celebre diseño de Raymond Loewy para la
cajetilla de cigarrillos de la American Tobacco, y las formas curvas y tersas
de sus máquinas de ferrocarril resultaron ser evocaciones tan directas a la
belleza del eterno femenino que el éxito fue fulminante. Y por si alguien no se
hubiera dado cuenta, en la campaña de publicidad se le puso a Marlene Dietrich
fumándose un cigarrillo y Raymond Loewy se fotografió orgulloso
junto al gigante pectoral de su locomotora bautizando oficialmente el
renacimiento de Venus en Norteamérica.
Poco después las patas de los
muebles imitaron los finos tacones de los zapatos de mujer y con la llegada de
los plásticos en los sesenta, la tersura y las formas curvas de los diseños más
queridos, mantuvieron a la belleza en su feudo. Mariscal lo expresó como nadie:
en un cuestionario a diseñadores famosos sobre su silla preferida eligió la de
Jacobsen porque “tiene forma de chica culona y te alegra la vista cada vez
que la ves” (rev. ARDI n. 10 pag 207).
No sólo los pechos o las nalgas
han sido referencias constantes en el mejor diseño, también el talle femenino
aparece en la misma silla de Jacobsen y en la cafetera más universal del siglo.
Y en el mundo del diseño gráfico, las mujeres, como dice Milton
Glaser (catálogo ed Caixa Barcelona 1990 pag. 22), son imprescindibles.
Cuando Aldo Rossi transformó
la cafetera-mujer en un campanile, la belleza cambió de acera.
Puesta en marcha por esos años la revolucionaria igualdad de sexos,
las mujeres empezaron a vestirse como hombres y ya sólo se las encuentra como
tales en los anuncios de la publicidad que, así mismo,
denuncian y persiguen las feministas (o perseguidoras de lo femenino).
Es muy posible que lo bello haya
regresado al mundo para dar esplendor a la nada, esto es, al dinero, pero
mientras dé esplendor, que siga, que la siga dando: que haya donde mirar. Que
haya belleza.
Lo mejor de la televisión, -se dice con
razón-, son los anuncios; y no precisamente porque salgan caballos...