lunes, 10 de junio de 2013

CAP 5. ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION - 1. Lengua y gramática


           Invocados (o revocados) los dioses a través de la teoría o la crítica, desmenuzado el alfabeto y apuntado el vocabulario, es momento ya de preguntarse por el lenguaje y por los principios gramaticales o las referencias compositivas en que acaece la creación arquitectónica.

Por seguir con el paralelismo lingüístico digamos que la lengua en la que se habló la arquitectura en occidente, esto es, el latín romano, murió hace tiempo y que sus intérpretes no han llegado a expresar la sensación de seguridad y tranquilidad que debió proporcionar su dominio. Así, Summerson patina en el último capítulo de su librito (El lenguaje clásico de la arquitectura), e igualmente, todos los que han querido conectar al neoclasicismo y los arquitectos revolucionarios franceses con los primeros clásicos modernos, han intentado hacer pasar la sobria composición volumétrica de un edificio o los terminales esfuerzos métricos de Le Corbusier como el último suspiro del clasicismo.

            Los lectores de este manual se habrán escandalizado no poco cuando en el último palabro del capítulo anterior, arrancaba diciendo que Brunelleschi en la sacristía de San Lorenzo demostraba ser un decorador novedoso. Lo escribí porque tenía yo que conjurar el origen de mi “cautividad arquitectónica”, pues a la vez que con las clases de Moneo, ésta me sobrevino con una precoz lectura de la Historia de la Arquitectura del Renacimiento de Leonardo Benévolo (ed Taurus, Madrid 1973). Releo ahora las anotaciones que hacía en los márgenes de la fatigosa prosa de Benévolo intentando desentrañar las relaciones métricas y proporcionales de las brazas florentinas medidas en el columnas y paredes y sonrío ante mi ingenuidad juvenil.

Aunque muchos años después, cuando releí el episodio brunelleschiano en la mucho más novelesca Historia de la Arquitectura de Spiro Kostof  tampoco alcancé a entender mucho aquella profunda revolución acaecida en la arquitectura : “Brunelleschi fue el inventor de la perspectiva de un punto de fuga. Quería que sus edificios fueran experimentados como si estuvieran proyectados en una retícula de perspectiva, como si el usuario anduviera por una imagen pintada, y efectivamente la diferencia entre arquitectura y pintura en el Renacimiento se convierte en una diferencia de medio artístico, no de género”. Ni siquiera ahora lo cojo. Y si lo cojo no me lo creo. 

Han tenido que pasar más años y he tenido que perder todos los miedos y prejuicios acerca de la arquitectura, la decoración y el lenguaje con el que hablamos para darme cuenta de lo sencillo que es formular la revolución llevada a cabo por Brunelleschi: todo lo que hizo en la sacristía vieja de San Lorenzo fue utilizar el aparato decorativo romano para modular, articular o estructurar los paramentos y el espacio de una simple y vulgar construcción.Y cuando digo aparato decorativo romano digo bien pues fueron los romanos quienes transformaron el “tratamiento escultórico” de las columnas y arquitrabes de origen griego, en revestimientos decorativos de los mismos, disociándolos para siempre. Una vez que el tratamiento escultórico de los elementos constructivos se convierte en una máscara, la arquitectura deja de ser un espacio esculpido para ser un espacio decorado.

Ahora bien, en el tratamiento escultórico griego no había sólo expresión analógica de sus formas u ornamento de sus juntas, sino también estructuración métrica y relación proporcional entre unas partes y otras en función de la medida básica del diámetro de la columna (o al menos eso nos han contado siempre y lo hemos creído así... yo por lo menos no llevé cinta métrica al Partenón para hacer el paripé). Pues bien, al convertirse el tratamiento escultórico en máscara ocasional, el aparato decorativo empieza también a perder sus valores de modulación métrica, así que ya no sólo se disocia la construcción de su revestimiento sino que también lo hace éste del conjunto general del edificio.

Lo que Brunelleschi recupera, (tanto importa si con la perspectiva como si no), es por un lado, el lenguaje decorativo, pero sobre todo, su carácter estructurante del espacio. Si llamar arquitectura a eso deja contentos a todos pues llamémosle así: la arquitectura es una construcción decorada siempre y cuando la decoración tenga un carácter modular. Eso lo sabía hasta Adolf Loos que en cierta ocasión escribió que un arquitecto era un albañil que sabía latín.

Y es que si hemos afirmado que la decoración actúa como intermediario entre la fría construcción y el hombre que la habita, esa relación pasa necesariamente por la consideración del quinto elemento del alfabeto visual que hemos tratado en el capítulo 3 de este libro.

El esfuerzo de Le Corbusier por trabajar con un nuevo sistema de proporciones basado en la sección aúrea ha hecho que muchos críticos lo relacionen aún con el clasicismo arquitectónico, pero el arquitecto moderno que más veces ha recibido el calificativo de clásico ha sido Mies van der Rohe. 




Si ponemos juntas la sacristía de San Lorenzo de Brunelleschi  y el pabellón de Barcelona de Mies,  y entendemos que clásico es el primero, nos costará mucho esfuerzo, en verdad,  llamar clásico al segundo. Se ha buscado el clasicismo de Mies en sus proyectos originales y en su obra americana, donde acude con frecuencia a una composición simétrica; pero el uso de la simetría no puede ser suficiente para llamar clásico a nadie.



Siendo estudiante de cuarto de arquitectura tuve un amigo llamado Tachi (apodo cariñoso de Víctor García Oviedo) que me mostró el secreto. Estábamos haciendo el proyecto de una escuela y me dijo que cómo podía yo proyectar sin una cuadrícula que me guiara. “Mira que fácil es”, me dijo, mientras me enseñaba la planta del Crown Hall (o escuela de arquitectura de IIT). “Pones una malla en el suelo y modulas la mayor parte de los elementos, puertas, ventanas, pasillos etc. en función de múltiplos o divisiones de la misma, y si alguna no te encaja, pues no pasa nada, porque hasta al mismo Mies no le cuadran todas las medidas de los elementos arquitectónicos (por ejemplo, las escaleras) en una planta con tan pocas cosas.”  Mies no usaba el latín pero aún utilizaba su gramática, de ahí que muchos le llamen clásico.

Al conjunto de reglas que se articulan un vocabulario para producir frases entendibles se le llama gramática. Como toda lengua, el latín no es sólo un vocabulario que a través del tiempo se transforma con la vitalidad propia de los vocablos (y en la narración de sus variaciones el libro de Summerson sí que me parece excelente) sino que también tiene un orden interno. Así que el olvido del lenguaje clásico no consiste sólo en el abandono de un aparato escultórico-decorativo concreto sino en la pérdida de su gramática.

Ahora bien, abandonado el latín en sus vocablos y gramática, ¿qué es lo que nos ha quedado?. Spiro Kostoff cita en la pag 674 de su Historia un estupendo párrafo de Vasari alusivo a su desprecio por la arquitectura gótica: “en todas las fachadas edificaban una maldición de nichos, uno sobre otro, con pináculos y puntas y aleros sin final...” etc. Las historias del arte que aún se escriben para los alumnos del bachillerato cimentando sus conocimientos con los peores cascotes, cuentan una y otra vez el devenir de la arquitectura a través de siglos y lugares como un rosario de “estilos”. Simplemente que explicasen que el gótico es un lenguaje en el que la gramática se relajó mucho, ya supondría toda una revolución en la enseñanza de la arquitectura Nos ayudarían un montón a los profesores de proyectos que tratamos de explicar que un problema de proyectación es el mismo hablando ruso que filipino, gótico que hebreo, en el siglo II antes de Cristo que en el siglo XIX.

Aprender a hablar una lengua es cosa fácil. Todos los niños del mundo lo hacen (“Admirábase un portugués/ de ver que en su tierna infancia/ todos los niños de Francia/ sabían hablar francés...”). Ya es un poco más difícil aprender a hablar una segunda lengua (yo no lo he conseguido ni creo que lo consiga nunca) pero lo verdaderamente difícil es darse cuenta de lo que uno habla. A caballo entre las clases de Moneo y la Historia del Renacimiento de Benévolo, en los años setenta intentábamos también leer a los estructuralistas, a los semiólogos y a otros filósofos del lenguaje así como la novela centroeuropea deudora de Kafka, pensando que de todo ello sacaríamos algo en limpio del propio lenguaje que hablábamos. Pero nada. No más que dolor de cabeza. Y ya no digamos cuando algún iluminado se ponía a buscar “sintagmas”, “significantes” y “significados” en las cornisas y las esquinas de los edificios. En los primeros números de la revista Arquitecturas Bis aún pueden encontrarse unas cuantas contribuciones gloriosas a aquellos denodados esfuerzos por aplicar a la arquitectura lo que ni sobre las preposiciones y los adjetivos daba resultados.

Cuando tratamos de estudiar una lengua desconocida ponemos mucha confianza en las palabras, pero con el tiempo nos damos cuenta del error: “aunque parezca mentira, cuando un español dice “verde” está imaginando un color muy distinto al que imagina un inglés cuando dice green” (F Azua, Diccionario, p 94). Por el contrario, mi mujer, que siempre ha creído que el inglés era una lengua misteriosa e inaccesible, me informa -ahora que la está estudiando a través de la lectura de Harry Potter en su lengua original- que es sorprendente la cantidad de giros y expresiones similares a las nuestras. Giros y expresiones que seguramente responden a mensajes en los que la coincidencia entre el español y el inglés será probablemente superior a la que hay entre verde y green. 

El proceso de aprendizaje de un lenguaje es como el crecimiento de un árbol. Empieza por un tallo pequeñito y un par de hojas (un par de palabras y una relación entre ellas) y poco a poco va creciendo. Las hojas de una encina se parecen a las de un chopo como el vocabulario del finlandés al del italiano. Las coníferas por su parte, parecen estar emparentadas entre sí como las lenguas de origen latino.

Si la arquitectura fuera un lenguaje iría desarrollándose en el ser humano de la misma manera que crece en él el conocimiento de su lengua o de la misma forma que crece un árbol. Christopher Alexander sostiene esa tesis. En los capítulos 10, 11, 12 de El Modo trata de explicar ciertas arquitecturas felices del pasado porque surgieron de un modo espontáneo a partir del lenguaje compartido de las gentes que los crearon. Al explicar cómo ese lenguaje se rompió (capítulo 13), la exposición de la tesis es incluso mucho más contundente. Al olvidar el lenguaje de la construcción “la gente pierde el contacto con sus intuiciones más elementales”. Dos ejemplos: 1) en un memorable programa de televisión en que el periodista juntó al arquitecto Sáenz de Oíza a y un inquilino de sus viviendas en la M-30, al escuchar las quejas de éste sobre la inutilidad de la ventana de la cocina, el arquitecto contestó: “¡pues hágase usted arquitecto!”; 2) que el inteligente Manuel Iñiguez encabece un manifiesto en defensa de la catastrófica intervención de Grassi y Portacelli en el teatro romano de Sagunto, es muestra igualmente de que hasta los mejores teóricos de la arquitectura han perdido las intuiciones más elementales. No pocas veces oímos a la crítica elogiar verdaderas insensateces arquitectónicas y nos quedamos tan tranquilos.

            Pero Alexander no deja claro cuál es el origen de ese lenguaje de construir con el que todos naceríamos y creceríamos. ¿Es un código similar al que tienen las abejas para hacer sus panales o al de los pájaros para construir sus nidos? ¿o es el fruto de un primer albur de civilización?. Gil Bera, cuando constataba la erosión de todas las lenguas tampoco explicaba la eclosión que dio lugar a su compleción original. Pero lo que sí que está claro es que ambas observaciones, la de la erosión de los lenguajes hablados o la ruptura y olvido del modo intemporal de construir, son ciertas. Sobre el lenguaje hablado erosionado no parece haber otra opción que la de una vuelta atrás (con el peligro de incurrir en una bochornosa pedantería), o la de una orogenia imprevisible. La explicación de la ruptura del lenguaje de construir supone, sin embargo, la aparición de otro tipo de lenguaje que se superpone a él y lo anula. Habría que aludir en ese caso al lenguaje artístico o académico, esto es, al lenguaje del poder. 



            En la contraposición entre la imagen del bloque miesiano que enseña Alexander frente a la de la cabaña del trapero de la fotografía de Adget, está  todo. Siempre he dicho que los libros de Alexander son lo mejor que nos dejó la revolución del 68, llamada de la “contracultura”.

            El lenguaje del imperio era el latín. Su recuperación por parte de Brunelleschi duró poco más de cuatro siglos. Mientras el latín verbal iba desapareciendo en Europa, el latín arquitectónico se impuso como el lenguaje de las monarquías de los nacientes estados europeos y sobre todo, de la iglesia. Entre 1425 y 1789 en Europa se habló el latín arquitectónico. Sucesivos tratados lo codificaron y una pléyade de artistas exploraron sus inmensas posibilidades. Alberti, Serlio, Vignola, Palladio..., Bramante, Miguel Angel, Giulio Romano, Bernini, Borromini,..., la historia está suficientemente explorada y bien escrita, excepto en su final que, como hemos visto en Summerson, no queda nada claro.

            En paralelo a la gran arquitectura del lenguaje clásico podemos ver numerosas obras menores en las que los elementos decorativos no son tan brillantes y su papel de articulación del espacio arquitectónico habría que considerarlo más bien “gótico”. En las obras menores de la literatura no se aceptan sin embargo faltas de caligrafía o errores gramaticales, y la imbricación entre el lenguaje y el contenido del texto son condiciones mínimas para su edición. Para leer un texto y no entender nada, en la misma forma que vemos unas pinceladas sin más, tendríamos que llegar hasta bien entrado el siglo XX.

            Al principio, la separación entre el lenguaje y la comunicación se practicó como un juego artístico, pero con el tiempo ha devenido en una práctica común. La creación de textos o discursos vacíos de contenido pero con vocablos conocidos y sin errores gramaticales, consiguió un nombre para la historia: “lo políticamente correcto”.  En los albores del siglo XXI se extiende como una peste infectando todos los cerebros.

            Cabe preguntarse si a la arquitectura le pasó algo similar tras la caída de los regímenes políticos que hablaban latín. El siglo burgués no fue en absoluto “políticamente correcto” pero el cuidado de las “formas arquitectónicas” fue exquisito.
           

El lenguaje de nuestra época es el del número, la esencia del nuevo Dios omnipresente: el dinero. Su gramática es muy simple: la adición sin límite hasta la infinitud. Hunde sus orígenes en la racionalidad cartesiana o hipodámica, pero sólo alcanza calidad de lenguaje cuando se expresa en los primeros rascacielos de Chicago. 


La ampliación del Reliance Building de Burhan and Root (1890-1895) puede tomarse como fecha de nacimiento. Wright diseña un mueble de cajones con la misma gramática en 1903. 


Los años de la llamada escuela de Chicago representan la lucha por trasladar ciertas articulaciones del lenguaje clásico a la composición global de los volúmenes de los edificios. Las poderosas cornisas de Sullivan o los esfuerzos de Richardson por evitar una gramática meramente aditiva son conmovedores. 


De ellos hizo un chiste Adolf Loos que nadie entendió: ¿qué dintel soporta el ábaco de la columna del Chicago Tribune? ¿o quien es el estilita para el que se ha diseñado? ¿acaso King Kong? Qué bien hubiera quedado subido allí arriba el monstruo que juega con los hombres del siglo XX ¿verdad? ¡Mucho mejor que en el Empire State!