Invocados (o revocados) los dioses a través de la
teoría o la crítica, desmenuzado el alfabeto y apuntado el vocabulario, es
momento ya de preguntarse por el lenguaje y por los principios gramaticales o
las referencias compositivas en que acaece la creación arquitectónica.
Por seguir con el paralelismo
lingüístico digamos que la lengua en la que se habló la arquitectura en
occidente, esto es, el latín romano, murió hace tiempo y que sus intérpretes no han llegado
a expresar la sensación de seguridad y tranquilidad que debió proporcionar su
dominio. Así, Summerson patina en el último capítulo de su librito (El lenguaje
clásico de la arquitectura), e igualmente, todos los que han querido conectar
al neoclasicismo y los arquitectos revolucionarios franceses con los primeros
clásicos modernos, han intentado hacer pasar la sobria composición volumétrica
de un edificio o los terminales esfuerzos métricos de Le Corbusier como el
último suspiro del clasicismo.
Los
lectores de este manual se habrán escandalizado no poco cuando en el último
palabro del capítulo anterior, arrancaba diciendo que Brunelleschi en la
sacristía de San Lorenzo demostraba ser un decorador novedoso. Lo escribí
porque tenía yo que conjurar el origen de mi “cautividad arquitectónica”, pues
a la vez que con las clases de Moneo, ésta me sobrevino con una precoz lectura
de la Historia de la Arquitectura del Renacimiento de Leonardo Benévolo (ed
Taurus, Madrid 1973). Releo ahora las anotaciones que hacía en los márgenes de
la fatigosa prosa de Benévolo intentando desentrañar las relaciones métricas y
proporcionales de las brazas florentinas medidas en el columnas y paredes y
sonrío ante mi ingenuidad juvenil.
Aunque muchos años después,
cuando releí el episodio brunelleschiano en la mucho más novelesca Historia de
la Arquitectura de Spiro Kostof tampoco
alcancé a entender mucho aquella profunda revolución acaecida en la
arquitectura : “Brunelleschi fue el inventor de la perspectiva de un punto
de fuga. Quería que sus edificios fueran experimentados como si estuvieran
proyectados en una retícula de perspectiva, como si el usuario anduviera por
una imagen pintada, y efectivamente la diferencia entre arquitectura y pintura
en el Renacimiento se convierte en una diferencia de medio artístico, no de
género”. Ni siquiera ahora lo cojo. Y si lo cojo no me lo creo.
Han tenido que pasar más años y
he tenido que perder todos los miedos y prejuicios acerca de la arquitectura,
la decoración y el lenguaje con el que hablamos para darme cuenta de lo
sencillo que es formular la revolución llevada a cabo por Brunelleschi: todo lo
que hizo en la sacristía vieja de San Lorenzo fue utilizar el aparato
decorativo romano para modular, articular o estructurar los paramentos y el
espacio de una simple y vulgar construcción.Y cuando digo aparato decorativo romano digo bien
pues fueron los romanos quienes transformaron el “tratamiento escultórico” de
las columnas y arquitrabes de origen griego, en revestimientos decorativos de
los mismos, disociándolos para siempre. Una vez que el tratamiento escultórico
de los elementos constructivos se convierte en una máscara, la arquitectura
deja de ser un espacio esculpido para ser un espacio decorado.
Ahora bien, en el tratamiento
escultórico griego no había sólo expresión analógica de sus formas u ornamento
de sus juntas, sino también estructuración métrica y relación proporcional
entre unas partes y otras en función de la medida básica del diámetro de la
columna (o al menos eso nos han contado siempre y lo hemos creído así... yo por
lo menos no llevé cinta métrica al Partenón para hacer el paripé). Pues bien,
al convertirse el tratamiento escultórico en máscara ocasional, el aparato
decorativo empieza también a perder sus valores de modulación métrica, así que
ya no sólo se disocia la construcción de su revestimiento sino que también lo
hace éste del conjunto general del edificio.
Lo que Brunelleschi recupera,
(tanto importa si con la perspectiva como si no), es por un lado, el lenguaje
decorativo, pero sobre todo, su carácter estructurante del espacio. Si llamar
arquitectura a eso deja contentos a todos pues llamémosle así: la arquitectura
es una construcción decorada siempre y cuando la decoración tenga un carácter modular.
Eso lo sabía hasta Adolf Loos que en cierta ocasión escribió que un arquitecto
era un albañil que sabía latín.
Y es que si hemos afirmado que la
decoración actúa como intermediario entre la fría construcción y el hombre que
la habita, esa relación pasa necesariamente por la consideración del quinto
elemento del alfabeto visual que hemos tratado en el capítulo 3 de este libro.
El esfuerzo de Le Corbusier por
trabajar con un nuevo sistema de proporciones basado en la sección aúrea ha
hecho que muchos críticos lo relacionen aún con el clasicismo arquitectónico,
pero el arquitecto moderno que más veces ha recibido el calificativo de clásico
ha sido Mies van der Rohe.
Si ponemos juntas la sacristía de San Lorenzo de
Brunelleschi y el pabellón de Barcelona de Mies, y entendemos que clásico es el primero, nos costará mucho esfuerzo, en
verdad, llamar clásico al segundo. Se ha
buscado el clasicismo de Mies en sus proyectos originales y en su obra
americana, donde acude con frecuencia a una composición simétrica; pero el uso
de la simetría no puede ser suficiente para llamar clásico a nadie.
Siendo estudiante de cuarto de
arquitectura tuve un amigo llamado Tachi (apodo cariñoso de Víctor García
Oviedo) que me mostró el secreto. Estábamos haciendo el proyecto de una escuela
y me dijo que cómo podía yo proyectar sin una cuadrícula que me guiara. “Mira
que fácil es”, me dijo, mientras me enseñaba la planta del Crown Hall (o
escuela de arquitectura de IIT). “Pones una malla en el suelo y
modulas la mayor parte de los elementos, puertas, ventanas, pasillos etc. en
función de múltiplos o divisiones de la misma, y si alguna no te encaja, pues
no pasa nada, porque hasta al mismo Mies no le cuadran todas las medidas de los
elementos arquitectónicos (por ejemplo, las escaleras) en una planta con tan
pocas cosas.” Mies no usaba el latín
pero aún utilizaba su gramática, de ahí que muchos le llamen clásico.
Al conjunto de reglas que se
articulan un vocabulario para producir frases entendibles se le llama
gramática. Como toda lengua, el latín no es sólo un vocabulario que a través
del tiempo se transforma con la vitalidad propia de los vocablos (y en la
narración de sus variaciones el libro de Summerson sí que me parece excelente)
sino que también tiene un orden interno. Así que el olvido del lenguaje clásico
no consiste sólo en el abandono de un aparato escultórico-decorativo concreto
sino en la pérdida de su gramática.
Ahora bien, abandonado el latín
en sus vocablos y gramática, ¿qué es lo que nos ha quedado?. Spiro Kostoff cita
en la pag 674 de su Historia un estupendo párrafo de Vasari alusivo a su
desprecio por la arquitectura gótica: “en todas las fachadas edificaban una
maldición de nichos, uno sobre otro, con pináculos y puntas y aleros sin
final...” etc. Las historias del arte que aún se escriben para los alumnos
del bachillerato cimentando sus conocimientos con los peores cascotes, cuentan
una y otra vez el devenir de la arquitectura a través de siglos y lugares como
un rosario de “estilos”. Simplemente que explicasen que el gótico es un
lenguaje en el que la gramática se relajó mucho, ya supondría toda una
revolución en la enseñanza de la arquitectura Nos ayudarían un montón a los
profesores de proyectos que tratamos de explicar que un problema de
proyectación es el mismo hablando ruso que filipino, gótico que hebreo, en el
siglo II antes de Cristo que en el siglo XIX.
Aprender a hablar una lengua es
cosa fácil. Todos los niños del mundo lo hacen (“Admirábase un portugués/ de
ver que en su tierna infancia/ todos los niños de Francia/ sabían hablar
francés...”). Ya es un poco más difícil aprender a hablar una segunda lengua
(yo no lo he conseguido ni creo que lo consiga nunca) pero lo verdaderamente
difícil es darse cuenta de lo que uno habla. A caballo entre las clases de
Moneo y la Historia del Renacimiento de Benévolo, en los años setenta
intentábamos también leer a los estructuralistas, a los semiólogos y a otros
filósofos del lenguaje así como la novela centroeuropea deudora de Kafka, pensando
que de todo ello sacaríamos algo en limpio del propio lenguaje que hablábamos.
Pero nada. No más que dolor de cabeza. Y ya no digamos cuando algún iluminado
se ponía a buscar “sintagmas”, “significantes” y “significados” en las cornisas
y las esquinas de los edificios. En los primeros números de la revista
Arquitecturas Bis aún pueden encontrarse unas cuantas contribuciones gloriosas
a aquellos denodados esfuerzos por aplicar a la arquitectura lo que ni sobre
las preposiciones y los adjetivos daba resultados.
Cuando tratamos de estudiar una
lengua desconocida ponemos mucha confianza en las palabras, pero con el tiempo
nos damos cuenta del error: “aunque parezca mentira, cuando un español dice
“verde” está imaginando un color muy distinto al que imagina un inglés cuando
dice green” (F Azua, Diccionario, p 94). Por el contrario, mi mujer, que
siempre ha creído que el inglés era una lengua misteriosa e inaccesible, me
informa -ahora que la está estudiando a través de la lectura de Harry Potter en
su lengua original- que es sorprendente la cantidad de giros y expresiones
similares a las nuestras. Giros y expresiones que seguramente responden a
mensajes en los que la coincidencia entre el español y el inglés será
probablemente superior a la que hay entre verde y green.
El proceso de aprendizaje de un
lenguaje es como el crecimiento de un árbol. Empieza por un tallo pequeñito y
un par de hojas (un par de palabras y una relación entre ellas) y poco a poco
va creciendo. Las hojas de una encina se parecen a las de un chopo como el
vocabulario del finlandés al del italiano. Las coníferas por su parte, parecen
estar emparentadas entre sí como las lenguas de origen latino.
Si la arquitectura fuera un
lenguaje iría desarrollándose en el ser humano de la misma manera que crece en
él el conocimiento de su lengua o de la misma forma que crece un árbol.
Christopher Alexander sostiene esa tesis. En los capítulos 10, 11, 12 de El
Modo trata de explicar ciertas arquitecturas felices del pasado porque
surgieron de un modo espontáneo a partir del lenguaje compartido de las gentes
que los crearon. Al explicar cómo ese lenguaje se rompió (capítulo 13), la
exposición de la tesis es incluso mucho más contundente. Al olvidar el lenguaje
de la construcción “la gente pierde el contacto con sus intuiciones más
elementales”. Dos ejemplos: 1) en un memorable programa de televisión en
que el periodista juntó al arquitecto Sáenz de Oíza a y un inquilino de sus
viviendas en la M-30, al escuchar las quejas de éste sobre la inutilidad de la
ventana de la cocina, el arquitecto contestó: “¡pues hágase usted arquitecto!”;
2) que el inteligente Manuel Iñiguez encabece un manifiesto en defensa de la
catastrófica intervención de Grassi y Portacelli en el teatro romano de
Sagunto, es muestra igualmente de que hasta los mejores teóricos de la
arquitectura han perdido las intuiciones más elementales. No pocas veces oímos
a la crítica elogiar verdaderas insensateces arquitectónicas y nos quedamos tan
tranquilos.
Pero
Alexander no deja claro cuál es el origen de ese lenguaje de construir con el
que todos naceríamos y creceríamos. ¿Es un código similar al que tienen las
abejas para hacer sus panales o al de los pájaros para construir sus nidos? ¿o
es el fruto de un primer albur de civilización?. Gil Bera, cuando constataba la
erosión de todas las lenguas tampoco explicaba la eclosión que dio lugar a su
compleción original. Pero lo que sí que está claro es que ambas observaciones,
la de la erosión de los lenguajes hablados o la ruptura y olvido del modo
intemporal de construir, son ciertas. Sobre el lenguaje hablado erosionado no
parece haber otra opción que la de una vuelta atrás (con el peligro de incurrir
en una bochornosa pedantería), o la de una orogenia imprevisible. La
explicación de la ruptura del lenguaje de construir supone, sin embargo, la
aparición de otro tipo de lenguaje que se superpone a él y lo anula. Habría que
aludir en ese caso al lenguaje artístico o académico, esto es, al lenguaje del
poder.
En la contraposición entre la imagen del bloque miesiano que enseña
Alexander frente a la de la cabaña del trapero de la fotografía de Adget, está todo. Siempre he
dicho que los libros de Alexander son lo mejor que nos dejó la revolución del
68, llamada de la “contracultura”.
El lenguaje
del imperio era el latín. Su recuperación por parte de Brunelleschi duró poco
más de cuatro siglos. Mientras el latín verbal iba desapareciendo en Europa, el
latín arquitectónico se impuso como el lenguaje de las monarquías de los
nacientes estados europeos y sobre todo, de la iglesia. Entre 1425 y 1789 en
Europa se habló el latín arquitectónico. Sucesivos tratados lo codificaron y
una pléyade de artistas exploraron sus inmensas posibilidades. Alberti, Serlio,
Vignola, Palladio..., Bramante, Miguel Angel, Giulio Romano, Bernini,
Borromini,..., la historia está suficientemente explorada y bien escrita,
excepto en su final que, como hemos visto en Summerson, no queda nada claro.
En paralelo
a la gran arquitectura del lenguaje clásico podemos ver numerosas obras menores
en las que los elementos decorativos no son tan brillantes y su papel de
articulación del espacio arquitectónico habría que considerarlo más bien
“gótico”. En las obras menores de la literatura no se aceptan sin embargo
faltas de caligrafía o errores gramaticales, y la imbricación entre el lenguaje
y el contenido del texto son condiciones mínimas para su edición. Para leer un
texto y no entender nada, en la misma forma que vemos unas pinceladas sin más,
tendríamos que llegar hasta bien entrado el siglo XX.
Al
principio, la separación entre el lenguaje y la comunicación se practicó como
un juego artístico, pero con el tiempo ha devenido en una práctica común. La
creación de textos o discursos vacíos de contenido pero con vocablos conocidos
y sin errores gramaticales, consiguió un nombre para la historia: “lo
políticamente correcto”. En los albores
del siglo XXI se extiende como una peste infectando todos los cerebros.
Cabe
preguntarse si a la arquitectura le pasó algo similar tras la caída de los
regímenes políticos que hablaban latín. El siglo burgués no fue en absoluto
“políticamente correcto” pero el cuidado de las “formas arquitectónicas” fue
exquisito.
El lenguaje de nuestra época es
el del número, la esencia del nuevo Dios omnipresente: el dinero. Su gramática
es muy simple: la adición sin límite hasta la infinitud. Hunde sus orígenes en
la racionalidad cartesiana o hipodámica, pero sólo alcanza calidad de lenguaje
cuando se expresa en los primeros rascacielos de Chicago.
La ampliación del
Reliance Building de Burhan and Root (1890-1895) puede tomarse como fecha de
nacimiento. Wright diseña un mueble de cajones con la misma
gramática en 1903.
Los años de la llamada escuela de Chicago
representan la lucha por trasladar ciertas articulaciones del lenguaje clásico
a la composición global de los volúmenes de los edificios. Las poderosas
cornisas de Sullivan o los esfuerzos de Richardson por evitar una gramática
meramente aditiva son conmovedores.
De ellos hizo un chiste Adolf Loos que
nadie entendió: ¿qué dintel soporta el ábaco de la columna del
Chicago Tribune? ¿o quien es el estilita para el que se ha diseñado? ¿acaso
King Kong? Qué bien hubiera quedado subido allí arriba el monstruo que juega
con los hombres del siglo XX ¿verdad? ¡Mucho mejor que en el Empire State!