Esto es una declaración de intenciones, es decir, un "prelogo", o sea, un antes del logo escrito por el mismo autor del libro. Como palabra para empezar prefiero la inexistente prelogo que la habitual pro-logo (o prólogo) pues ésta es más difusa ya que puede ser lo mismo un canto final a lo escrito, "en pro del logo", o un dar ánimos para empezar con el logo; ánimos que, a su vez, no se sabe bien si son para el escritor que empieza a escribir el libro (generalmente no) o para el lector que se propone leerlo.
Por lo general se suelen leer prólogos que son
"prolongos", o sea, prolongaciones del libro escritas como
"presentaciones". En el caso de este libro no es así: he decidido
empezarlo diciendo sinceramente lo que quiero hacer, así que "prefacio"
sería más adecuado que pro-logo pero puesto que lo que voy a "facer"
no es más que “logos”, sigo prefiriendo llamar a ésto "prelogo".
Bueno, luego se verá lo que hago y tal vez, al final (no lo sé aún), escriba un
epílogo, o mejor, un ultílogo.
Quiere decir todo ello que el lector tiene entre sus manos una
"idea" de este libro que yo aún no poseo. Habrá leído la solapa,
habrá ojeado el índice, habrá echado un vistazo a las ilustraciones y a algunas
líneas del texto para ver de qué va. A estas alturas, el autor, o sea yo, tiene
tan sólo una pantalla de ordenador en blanco y una ligera idea del libro que
quiere escribir. Nunca me había puesto a pensar seriamente en la asimetría que
se da entre el escritor y el lector. Los libros son falsos mitos de
comunicación: creemos que lo que escribimos es lo que decimos o pensamos pero
eso no es verdad pues, para empezar, está claro que lo que ahora escriba será
posteriormente revisado y corregido por mí mismo antes de darlo a su lectura.
Los tiempos de comunicación del libro son bastante más aleatorios
de lo que nos creemos. Yo empiezo el libro en el mes de septiembre del 2001,
concretamente hoy día 24, festividad de la Merced. El lector sabrá qué día es
hoy para él y si eso tiene que ver con el libro o es indiferente. Así mismo, el
lector podrá releer el libro más adelante, extrayendo cosas en las que no había
reparado en la primera lectura, y así sucesivamente.
Pensándolo bien, un libro se parece mucho más a un edificio que a
una conversación, clase o conferencia. En el ejercicio de la arquitectura me he
desesperado no pocas veces con la distancia que media entre el boceto inicial,
el ajuste de los planos y la ejecución de las obras, pues cuando llegaba a
éstas no podía recordar qué es lo que había querido hacer meses o años atrás.
Luego he descubierto que los edificios se hacen cuando se habitan (como los
libros cuando se leen), pero de esto ya se hablará más adelante.
También le diré al lector que lo empiezo a escribir en Logroño,
ciudad de España, en donde he ejercido la profesión liberal de arquitecto
durante diez años y donde he sido profesor de diseño en una Escuela de Artes y
Oficios durante doce. Entre lo uno y lo otro fui arquitecto municipal de la
ciudad de Nájera durante tres años. Sumando etapas, el año pasado hice las
bodas de plata con la profesión, lo que quiere decir que podré ser todavía un
ingenuo (y el hecho de ponerme a escribir un libro lo demuestra) pero no
un inexperto. El lector sabrá también si estos datos le sirven para algo. Yo
los suelo echar en falta en muchos libros, por eso los pongo aquí en este
prelogo.
Aunque sea éste mi primer libro escrito de comienzo a fin, no soy
novel en la escritura. En el año 1983 escribí y publiqué mi primer artículo y
desde entonces no he parado de escribir sobre arquitectura. A comienzos del año
2000 preparé una recopilación de mis mejores artículos bajo el título "Una
Voz en un Lugar" y lo envié a varias editoriales. En las fechas en que
esto escribo todavía anda por ahí en busca de editor. Con las sobras, esto es,
con artículos de temática más local y acaso efímera, salió otro libro
recopilatorio que, éste sí, fue felizmente editado por el Colegio de
Arquitectos de La Rioja con el título "El Retablo de Ambasaguas".
Entre la preparación de las dos recopilaciones mencionadas y el
comienzo de este libro escribí varias docenas más de artículos que no he tenido
ánimo aún de agruparlos en una obra mayor para su edición en forma de libro
pero que, a cambio, me han dado suficiente confianza en mí mismo como para acometer
una escritura más prolongada. Aunque no creo que lo consiga, procuraré no hacer
continuas referencias a mis artículos y trataré de entenderlos como material de
cimientos de lo que aquí se vaya contando.
Puestos a escribir un libro, uno trata de imaginarse el título que
tendrá, a ver si eso le da una pista y le guía en lo que quiere escribir.
Durante este verano del 2001, mi buen amigo José Angel González Sainz me
sugirió que escribiera un tratado para ayudar a interpretar la arquitectura (o
las artes plásticas en general) a gentes más o menos cultas (como él mismo)
pero ajenas al mundillo de la arquitectura por esa estúpida compartimentación
gremial de los saberes y las consiguientes jergas segregacionistas que
producen. Si este libro llegara a satisfacer su invitación, podría muy bien
titularse Manual de Crítica de la Arquitectura, entendiendo la crítica como
interpretación, y la arquitectura en el sentido amplio y abierto de la famosa
definición de William Morris, esto es, “la consideración de todo el ambiente
típico que rodea la vida humana” o el “conjunto de las modificaciones y
alteraciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer
necesidades humanas, exceptuando sólo al puro desierto”.
Pero un Manual o un Tratado es un título algo frío y pretencioso,
así que también tengo otros más cálidos y autobiográficos. Parodiando al
exitoso "Etica para Amador" de Fernando Savater, había pensado que
esto que el lector tiene en sus manos podría ser una "Estética para
Teresa", pues el conjunto de saberes sobre arte, arquitectura y belleza
que aquí quiero contar, le vendrían estupendamente a Teresa, mi hija mayor que,
justamente hoy, 24 de septiembre del 2001, empieza en Valencia sus estudios de
Arquitectura.
En fin, ya que el título es fácil de poner y quitar y que el
prelogo lo escribo al comienzo y no al final del libro, permítame el lector que
aún no me comprometa con él.
Digo que tengo experiencia, que tengo material de cimientos y que
casi tengo un título. El lector sabe también lo que tiene entre manos, así que
podía muy bien dejar yo el prelogo aquí, no sea que entre lo que me propongo
escribir al comenzar el libro y lo ya escrito y en manos del lector, hubiera
engorrosas divergencias.
Pero la separación entre el autor y su obra, entre la voluntad y
el acto, me han parecido siempre cosas bastante odiosas: manifestaciones de un
deseo de eternidad que ya que el autor no podrá nunca lograr, queda confiado a
la obra. Que los actos trasciendan a la voluntad de su autor no es sino otra
expresión más de la irresponsabilidad general en que vivimos. Tan tonto es
quemar los papeles que uno ha escrito porque se sabe mortal como pretender que
lo único imperecedero que uno tiene son sus papeles. Con echar un vistazo ahí
afuera a las estrellas toda esa tontería se cura enseguida. Entre las
intenciones de quien escribe este libro y su resultado siempre habrá una total unidad: uno es siempre tan miserable como sus obras, así que es de
cretinos creer que éstas le van a salvar.
Rebajadas mis posibles ínfulas de escritor, quisiera decir que con
este libro pretendo hacer otras dos cosas: una, escribir de forma más o menos
ordenada los contenidos o ideas de las innumerables clases de diseño que he ido
preparando durante mis años de docencia; y dos, reescribir el libro que torció
para siempre la idea de la arquitectura que me enseñaron en la universidad.
Explicaré lo más brevemente que pueda lo uno y lo otro.
A finales de los años ochenta a alguien en Madrid se le
ocurrió que ya era hora de que este país se animase a dar el salto que la
Bauhaus dio a comienzos de los años veinte en Europa, esto es, que las escuelas
nacidas del movimiento Arts & Crafts se transformasen en Escuelas de
Diseño. Se creó un cuerpo nacional de profesores de diseño y se convocaron
oposiciones. Al estudiar para ellas me di cuenta de que apenas nadie tenía
claro lo que era el diseño y su docencia, así que tanto en la preparación de las
oposiciones como en la confección de los cursos que empecé a impartir después
de superarlas, todo el trabajo fue personal y autodidáctico. Una gran baza
tenía de mi parte, y era mi formación como arquitecto. Desde la arquitectura
había tenido acceso al mundo de las bellas artes, al mundo exterior de la
utilidad y la economía, había tenido cierto acceso a la historia y a las
técnicas y sobre todo, lo más importante, había aprendido "el
método". El proceso de diseño no es otra cosa que una oscilación en espiral
entre una proposición creativa y una crítica inmediata; una cosa tan sencilla y
tan de sentido común que daría vergüenza escribirla si no fuera porque apenas
nadie la entiende. Desde que el mundo da un gran valor a las propuestas
creativas y es reacio a la crítica, todas las creaciones van dando tumbos y se
tarda muchísimo tiempo y se pierde una enorme cantidad de energías en colocar
las cosas en su sitio. Algunas, incluso, no se recolocan nunca. La primera
tarea para recuperar el valor de la crítica en el proceso de diseño era
formular un sólido vocabulario, y a ello me dediqué en la preparación de mis
clases. Si no me equivoco en el pronóstico, este libro que ahora empiezo tendrá
mucho de "diccionario de la crítica de la arquitectura" (otro posible
título), si bien, no dispuesto en orden alfabético.
Mediados los años ochenta y desengañado como estaba con mi
profesión, tanto por el penoso ejercicio de la misma como por la pobreza
general de sus resultados, cayó en mis manos el libro "El modo intemporal
de construir" de Christopher Alexander (ed GG Barcelona 1981). El impacto
que me produjo su lectura cambió mi percepción de la arquitectura por completo,
de manera que bien podría decir que en mi vida hay un antes y un después de
este libro. Para mi sorpresa, la lectura de este libro no producía en otra
gente los mismos efectos que en mí, lo que me hizo sospechar desde el primer
momento que era una cuestión de posología. Puesto que los efectos sobre mi
persona me daban la certeza de que había encontrado la verdad, estaba claro que
el libro de Alexander tenía algunas contraindicaciones que había que superar.
En efecto, "El modo intemporal de construir" posee dos
ingredientes muy americanos que los resabiados europeos aceptamos muy mal: el
primero es un aire religioso muy del estilo de los predicadores que iban en las
caravanas hacia el lejano Oeste en busca de la tierra prometida; el segundo es
un apresurado pragmatismo de origen anglosajón que predica que la verdad no
sirve para otra cosa que para aplicarla inmediatamente. Pues bien, con el
tiempo he aprendido que la vehemencia y la urgencia en decir la Verdad a
nuestros prójimos o de ponerla en práctica para que se convenzan, son fatales
para la Verdad.
Pensé por tanto que valdría la pena reescribir las verdades de
"El modo intemporal de construir" en otro tono y hasta me lo propuse
como contenido de una tesis doctoral que habría de ser el colofón de mi carrera
académica como profesor. Pasados tres, cuatro, cinco años después de acabar los
cursos de doctorado sin que la tesis se pusiera en marcha, supuse que era
porque el formato pedante de una tesis universitaria no le convenía a un tema
de tal vitalidad. Bien mirado, no cambiaría nunca los honores cum laude que
proporciona una tesis por el envaramiento que ésta le daría a las verdades
formuladas por Alexander. Si el lenguaje religioso o pragmático no le
convenían, mucho menos las abstracciones del academicismo universitario.
Un puñado de lecciones para Teresa, un manual para José Angel, un guión
para mis clases, o una reescritura en tono amable de las verdades enunciadas
por Alexander en El Modo Intemporal de Construir, son las causas nobles de este
libro.
Luego, hay otras causas algo menos nobles de las que también me
quiero confesar. El pretendido salto desde las Escuelas de Artes y Oficios a
Escuelas de Diseño no se llegó a producir, pues al echarse la LOGSE encima de
las viejas y desvaídas escuelas arts & crafts las convirtió en una
extraña mezcla entre malos institutos de bachillerato y voluntariosos centros
de formación profesional con un alumnado desorientado, mediocre y variopinto
que poco o nada tiene que ver con la muy concreta labor docente para la que me
había preparado. Con el paso de los años, según iba avanzando en la preparación
de mis clases, más lejos o más atrás se me quedaban mis alumnos. En ese tira y
afloja por adaptarme a ellos y por no aborregarme, la escritura crítica ha
venido siendo mi bálsamo preferido.
Ahora bien, al haberla vertido en los medios locales y en forma de
artículos, en vez de beneficiarme con sus propiedades curativas ha ocurrido,
por el contrario, que me han producido nuevos sarpullidos. Si el uso de la goma
de borrar (crítica) está poco aceptado y extendido en el proceso de diseño, en
el mundo cultural, local y provinciano de lo ya producido, es poco menos que
satánica. Los medios de comunicación locales de La Rioja han publicado mis
escritos críticos como haciéndome un favor, y en su arrogancia se han permitido
no pocas veces mutilarlos, alterarlos y hasta presentarlos con reservas hacia
el autor. Escribir un libro en mi caso no es pues otra cosa que meterme en un
refugio donde aplicarme al bálsamo de una escritura que compense el
desequilibrio de mi tarea pedagógica y el encanallamiento de la escritura
periodística. Causa poco noble, como ya antes decía.
He retrasado mucho en mi vida la tarea de escribir un libro porque
frente a la clase personal o el artículo inmediato, se me antoja un medio
excesivamente distante. El tiempo que media entre la escritura y la lectura, o
la diferencia de circunstancias entre el lector y el autor puede ser tan grande
que no me extraña que se incurra en el exceso antes denunciado de considerar a
los libros como entes autónomos del autor y del propio lector: obras con vida
propia. O aún peor: hitos o mitos.
Durante algún tiempo he desconfiado de la escritura de libros
pensado que no era más que una actividad económica al servicio de un editor o
una actividad inmoral al servicio de la gloria personal del propio escritor. En
este verano del 2001 he conocido sin embargo a un escritor tan curado de esas dos causas o
sinrazones que ha hecho brotar en mí una nueva vocación de escritor de libros.
Gracias a “Paisajes con fisuras” o “Baroja y el miedo” y a un par de cartas que
he intercambiado con su autor, el escritor Eduardo Gil Bera, he descubierto que
un libro no es más que una disciplina interna que alguien se impone a sí mismo
para vivir. Y que de ser honesta sólo le proporciona una satisfacción: la de
saber qué es lo que ha escrito sin que nadie se lo diga.
Una vez más y para acabar ya con este prelogo, digo que no quiero
separar lo aquí escrito de quien lo escribe ni de quien lo lee. Ello me sugiere
que en vez de Tratado o Manual podría llamar a este libro “Carta”, con el doble
sentido que la palabra tiene: instrumento de navegación por el turbio mundo de
las artes plásticas, o comunicación afectiva entre un autor y un lector. Si no
me decido por ello es porque “Carta de crítica” no me suena bien y porque una
carta de verdad tiene siempre un destinatario conocido. Dejémoslo pues en “Manual”
que también es un término evocador de cercanía (“lo a la mano” que escribe
Heidegger en el epígrafe 22 de El Ser y el Tiempo) y que, al comienzo del
libro, me sugiere el cordial darse la mano entre desconocidos como principio de
entendimiento; y al final de su lectura, -ojalá sea así-, el sello de una
amistad.
Logroño, 26 de septiembre del 2001
(lo que quiere decir que he tardado dos días en escribir a ratos
sueltos este prelogo)