Si en el epígrafe anterior se rindió homenaje a
Robert Venturi por ayudarnos a ver en las composiciones duales una vía de
superación de la simplicidad arquitectónica, en éste último capítulo del
manual, el turno es para su coetáneo Aldo Rossi por el impulso que dio al
concepto de tipología y la utilidad que ello supuso en unos momentos en que el
debate sobre la creatividad arquitectónica ocupaba buena parte del pensamiento
arquitectónico mundial (el congreso de la UIA en Madrid del año 1975 estuvo
dedicado casi monográficamente a la metodología del diseño. En 1981 Bruno Munari aún intentaba enseñar
“Cómo nacen los objetos” describiendo procesos lineales en la creación, cuando
en aquel congreso ya habíamos aprendido que debían de ser espirales: que la
creación nunca se acaba, sino que se abandona, porque una vez llegado al final
debemos volver al principio para ajustar las cosas que han salido entre medio y
así sucesivamente.
Sea con elementos o patrones, tal
y como decíamos en el capítulo anterior, lo que se descubre gracias a Rossi es
que la creatividad tampoco parte de cero porque los elementos o los
patrones se articulan en unos “tipos”
invariables, que ya están ahí antes de empezar, y que conviene definir o
aceptar para, a partir de ellos, hacer florecer el diseño.
Al concepto de “tipo” nos fuimos
aproximando con cierta dificultad desde diversos y variados escritos del
entorno intelectual de Rossi, pero lo que más nos ayudó a entenderlo fue la
contraposición al concepto de “modelo” tal como lo expuso Rafael Moneo en el
artículo “Sobre la Tipología”, publicado en la revista Oppositions n. 13 y
traducido y circulado de mano en mano mediante fotocopias por los estudiantes
de los setenta: “el “tipo” no debe confundirse con el modelo, la repetición
exacta de un objeto”. No es una definición muy brillante pero ya nos vale
para empezar a entendernos: lo que uno hace en clase de dibujo artístico es
tratar de dibujar un “modelo” que se propone al alumno para que lo dibuje de la
forma más parecida o exacta posible.
Gracias a la claridad de esa
actividad, dedujimos que el “tipo” es un conjunto de características que se
proponen como base o entramado para empezar a crear a partir de ellos. Si
empezamos a proyectar una escuela diciendo que estará organizada en torno a un
claustro o por el contrario en forma de peine, habremos arrancado en nuestra
acción creadora mucho más allá del papel en blanco.
En mis clases de Fundamentos de
Diseño enseño el concepto de “tipo” en la primera lección cuando les propongo
realizar un ejercicio en caligrafía itálica. Definimos la caligrafía itálica
por las siguientes características: 1) estar realizada con una plumilla de
punto fino pero flexible, de modo que al hacer el trazo hacia arriba la línea
resultante es muy fina, mientras que al escribir de arriba abajo la plumilla se
puede apretar y abrir, dejando un trazo más ancho. 2) las letras aparecen
enlazadas y 3) las letras se inclinan por el efecto de la dinámica de la
escritura enlazada. Es el modo en que se nos ha enseñado a escribir desde niños
con métodos como el Lamela, si bien la plumilla ha sido abandonada por el lápiz
o el bolígrafo y la inclinación acaba siendo una decisión personal ligada a la
velocidad de la escritura o a la propia postura que adopta el escribiente.
Explicadas las características “tipológicas” podemos ver distintas caligrafías
itálicas existentes en cualquier compendio de letras registradas: La Arial
script, la Aristocrat, la Comercial script, etc. etc, pero inmediatamente es
preciso advertir al alumno que se propone un trabajo de diseño y no de dibujo,
un trabajo de creación a partir de una tipología, pues ninguna de las letras
encontradas en los catálogos debe ser utilizada como “modelo” para la
realización del ejercicio.
A partir de ese sencillo ejemplo
de diferenciación entre tipo y modelo, cualquier objeto empieza a ser
susceptible de una clasificación tipológica en atención a uno, dos o tres de
sus rasgos más característicos. Ahora bien, en objetos complejos, los rasgos
son tantos que se puede hacer no una sino infinidad de distintas clasificaciones
tipológicas.
Moneo definía el “tipo” como una
“estructura formal”, dúo de palabras que al entrar en contradicción era
imposible entender pues como todo el mundo sabe la estructura es algo interno o
subyacente a la forma final visible. Pero en el desarrollo del artículo
mencionado o en los ejemplos que iba proponiendo, se adivinaba que las
características principales con las que hacer clasificaciones tipológicas de
arquitecturas, iban a ser las organizaciones geométricas de las plantas, y en
un nivel secundario, la organización espacial de la sección.
Cada vez que se propone un mismo
proyecto a un grupo de alumnos, o de concursantes, la primera tentación de
quien los contempla es hacer una clasificación tipológica en atención a sus
plantas. Luego se verá si la sección cobra rango de característica esencial y
más adelante, es posible que algún otro rasgo como el tipo de materiales, la
estructura resistente, o detalles estilísticos o decorativos, etc. nos mueva a
una clasificación diferente. Del mismo modo, al contemplar edificios de
diferentes lugares y épocas de la historia podemos emparentarlos como si fueran
de la misma estirpe.
Esa permanencia de los tipos a lo
largo de la historia parecía ser uno de los motivos que estaban en la raíz de
la propia investigación tipológica, buscando leyes internas de configuración
con las que se trataba de superar a esas
otras clasificaciones arquitectónicas mucho más externas, superficiales o
decorativas, claramente endémicas en las tradicionales Historias del Arte, es decir,
las consabidas historias de los “estilos”. Ante la conciencia de la
desaparición de la ciudad histórica, se proclamaba no tanto el valor de los
ropajes externos cuanto el carácter de unos tipos arquitectónicos que podían
seguir permaneciendo o evolucionando, a la vez que se definía una “morfología
urbana” (segundo concepto clave de la obra de Rossi) o plano de la ciudad,
derivado de la yuxtaposición o articulación de los tipos arquitectónicos. En
los años setenta todos atribuimos a Aldo Rossi esos avances aún sin llegar a
leer “La construcción de la ciudad” en su primera edición en español (ed
Gustavo Gili, 1971) porque comenzaba con un indigesto aperitivo-prólogo de
Salvador Tarragó escrito a la medida de los sufridos lectores de El Capital de
Carlos Marx, que espantaba al más
decidido.
No soy quien para decir si
hacíamos o no justicia a la época atribuyendo a Rossi los avances en los
estudios tipológicos, pero lo cierto es que si así lo hacíamos era porque la
personalidad de Rossi brillaba por muchas otras razones.
Del año 1976 (aunque aquí vió la luz en el 79)
era el libro de Nikolaus Pevsner “Historia de las Tipologías
Arquitectónicas”, que a pesar de lo
rimbombante y oportuno de su título, no hacía alusión alguna al debate teórico
que se vivía por entonces (véase su prólogo), y que efectivamente, tiraba más
hacia la erudición que a la profundización de la noción tipológica. Hay muchos
momentos en que la clasificación de Pevsner es más una clasificación de
edificios por “funciones” (hospitales, cárceles, hoteles, etc.) que por
organizaciones espaciales propiamente dichas.
Mucho más riguroso y clarificador
para lo que a la definición del concepto de tipología arquitectónica se
refiere, fue la publicación de un brillante artículo redactado por Ignacio
Paricio Ansuategui (el mismo autor que
hemos ido viendo al hablar de la construcción y los materiales) en el n. 96 de
la revista Cuadernos de Arquitectura del COACB del año 1973, titulado “Las
razones de la forma en la vivienda masiva”, que se completaba con dos
publicaciones del mismo COACB, editadas poco más que a ciclostil, tituladas “Estudios de tipología de la
vivienda, Bloques lineales” y “Estudios de tipología de la vivienda, Entre
medianeras”. La claridad de la investigación de Paricio era mucho más
concluyente para la definición del concepto de tipo que todas las explicaciones
teóricas de los italianos o de Moneo, y aunque se refirieran a temas muy
concretos en el campo de la vivienda hacían olvidar los estudios clásicos,
mucho más ambiciosos pero farragosos, de Alexander Klein que también circulaban
de mano en mano entre los estudiantes de entonces, distribuidos, si no recuerdo
mal, por la cátedra de Ignacio Solá Morales. En línea con los estudios de
Paricio, Alberto Noguerol del Río confeccionó por entonces otro buen trabajo
sobre las Viviendas en Hilera que hubiera tenido mucho más éxito de haberse
publicado en los ochenta cuando llegó a este país la peste de los adosados.
Pero si la referencia del enfoque
tipológico fue Rossi, digo que sería porque, además de hablar de tipologías en
su Construcción de la Ciudad (menos de lo que se podía pensar), “lanzó” a la
vez, con unos pocos edificios construidos y unos dibujos no construidos, toda
una “moda” arquitectónica. La palabra “moda” la he colocado en el título de
este epígrafe como compañera de la palabra “tipo”, porque en realidad, “moda” y
“modelo” son palabras muy próximas, y entre
ellas anda el juego de la creatividad. Y así, mientras el tipo es un conjunto
de rasgos internos o estructurales susceptibles de una definición verbal, la
moda es un conjunto de tics formales (o más bien deberíamos decir “alfabéticos”
o de “vocabulario”) que de tanto en tanto aparecen en el panorama de las artes
plásticas o los medios de comunicación y que merced a su éxito popular se
convierten en objeto de copia o imitación. Los tics formales de Rossi eran
pocos pero meridianamente claros: ventanas cuadradas repetidas en horizontal y
vertical, barandillas romanas en aspa y superficies blancas. En un segundo nivel
se situaban otros tics como: cubiertas de formas claras y geométricas (media
caña o triángulos), composición simétrica, cilindros para animar la monotonía,
etc. Como a toda moda se le buscó
rápidamente un nombre publicitario y a falta de uno se le bautizó con dos: el
de neorracionalismo y el de “tendenza”.
Ni que decir tiene que Rossi se
hizo mucho más famoso por su “moda” que por su profundización en el concepto de
“tipo”. En la siguiente década aparecieron ventanas cuadradas y barandillas
romanas hasta en las Hurdes y hubo escuelas de arquitectura, como la de San
Sebastián, que hicieron dogma de lo que no se proponía más que como “tendencia”
y marcaron al hierro a dos o tres generaciones de arquitectos y a buena parte
de la arquitectura oficial de la renaciente autonomía vasca arruinándola para
siempre.
No me explico como nadie ha hecho
una historia de las modas de este siglo en arquitectura catalogando los tics
formales de cada una de ellas. Es una tarea apasionante y digna de los más
altos laureles en una tesis doctoral (quizás hasta yo me anime a ello en un
nuevo libro). Coleccionar los remates en frontón Chipendale que en el mundo han
sido después del célebre rascacielos de la AIT en Nueva York de Philip
Johnson, (a quien se anime le puedo
indicar que en la plaza de Logroño hay uno) o paredes lisas con agujeritos
cuadrados (que hasta Le Corbusier pone gratuitamente en uno de los volúmenes de
la terraza de la Unité de Marsella), tiene que ser de lo más divertido.
Los arquitectos jamás han usado la palabra “moda” en sus
escuelas o en sus revistas, por lo que un trabajo así sería inmensamente
terapéutico.
Como dice el Maria Moliner, “si
no se especifica otra cosa, se entiende moda en el vestido”. Es una pena que el
diseño de vestuario se haya apropiado impunemente de la palabra “moda” y que
las otras áreas del diseño no la reivindiquen. Cerca de la piel del hombre (y
sobre todo de la mujer) la palabra ha adquirido un tono frívolo y vanidoso
completamente injusto. Desgraciadamente para la teoría de la creación en
España, la mayor experta moda es una periodista catalana que escribió en el
noventaydos un premiado ensayo titulado “Lo cursi o el poder de la moda”
(Margarita Riviere, ed Espasa) cuyo contenido no podía ser otro que una mezcla
de apuntes de periodista (véase mi reseña en rev. Archipiélago n. 13). Lamento
no haber leído a McLuhan a Barthes o Coleridge para poder dar una visión más
erudita de la moda, pero si los ha leído Riviere y los ha entendido no deben de
servir para mucho. A cambio daré una visión personal de la moda, mucho más
sencilla y de sentido común: la moda es una muletilla más en el proceso
creativo. Puede interesarle al historiador quién la crea o quién la difunde,
cómo se extiende y cuánto dura antes de ser sustituida por otra moda, pero en
lo que compete al diseñador lo que interesa es cuán sólida es, para darle
cierta seguridad y garantía en su trabajo.
Decía Moneo en “On Tipology” que
“los momentos más intensos en la historia de la arquitectura son aquellos en
los que un nuevo tipo surge”. Es posible que así sea, y el ejemplo de la cúpula
de Brunelleschi es brillante. Pero no menos intenso es el momento en que surge
una nueva moda., esto es, un conjunto de “tics” formales que ayudan a la
confección de un nuevo proyecto. Explica Moneo que el surgimiento de un nuevo
tipo (o una nueva moda, añado) pueden provenir de una coyuntura histórica, de
un avance tecnológico o de una personalidad excepcional. Desde el paralelismo
con la teoría de la evolución, creo que es más profundo decir que ese cambio
tipológico (características estructurales) o de moda (tic formales) no es sino
una mutación consustancial a la idea del devenir.
Pero además de la mutación, hay
que hablar inmediatamente en jerga darwiana de posibilidades de éxito y
supervivencia de el ser mutante. Con la pensión para investigar de una
universidad americana se podrían trasladar los magníficos estudios de los
biólogos y etólogos al campo de la creación humana. Por ejemplo el de Hermann
Hake, “Fórmulas de éxito en la naturaleza” (1981. v. e. ed. Salvat 1986) que
explica cómo sobrevivir sin ser el mejor gracias a la creación de un nicho
ecológico (cap 8), o los de Konrad Lorenz sobre “La acción del naturaleza y el
destino del hombre” (1978, v.e. ed alianza 1988) en que analiza la evolución de
las conductas y las filogénesis hereditarias (cap 5).
Para tener éxito, como dicen los
manuales de éxito americanos, lo primero es querer tener éxito. El deseo de
éxito tiene ciertas similitudes con el acto de la creación y hasta casi se
diría que es consecuencia de éste. La inconsciencia e irresponsabilidad propia
del creador de la que hablábamos en el capítulo anterior, tiene su continuidad
en la vocación de éxito, aunque hay casos (como por ejemplo el de Moneo) en que
el deseo de éxito es incluso anterior a la creatividad.
Pero si la acción de crear y
mutar las estructuras o las formas de las cosas, está emparentada con el
devenir observable en la naturaleza, el deseo del éxito del artista está ligado
más bien con la idea misma del devenir, que no es ya una observación empírica
sino una idea enloquecedora, tal y como demuestra Severino una y otra vez en su
filosofía. Ante el horror de la nada que
experimenta quien tiene fe en el devenir, el artista se construye un éxito una
fama que subsistirá durante el tiempo que duren sus adoradores.
Es por ello que tanto a mis
alumnos como a los lectores de este libro, a los artistas que aún quieran
curarse de su locura o a cualquier persona inteligente y sensata, lo mejor que
les puedo recomendar al punto de acabar este libro es leerse la voz “artista”
del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Sólo así puedo prometer que el
modesto utillaje que proporciona este libro para criticar su obra, no se
utilizará en su contra.
La crítica, tal y como decíamos
en el capítulo 1 es una poética, una nueva creación. Y en ese sentido tan
insensata como toda creación: hacer poesía, decía Hölderlin, “esta tarea, de
entre todas la más inocente”. Así que dar herramientas para la crítica es tan
ingenuo como dar elementos, patrones, tipos o modas para la creación, porque el
crítico, como el creador genuino, nunca las utilizará.
Una última observación sobre la
crítica en relación a los temas de creación que venimos tratando es el de su
papel como juez del éxito o de la supervivencia de lo creado. En estos tiempos
en que la divinidad es el número del dinero y la existencia es la venta, no se
puede crear nada sin a la vez crear un aparato crítico que le abra el mercado.
La crítica ha sustituido entonces a esa Teoría que proponía Morales como
fundamentadora del hacer. Pero esa crítica, a la que se le distingue
rápidamente por la peste de sus vocablos vacíos, esa crítica de arquitectura
que en este país está perfectamente encarnada por el susodicho Luis Fernández
Galiano y sus acólitos, no merece en absoluto ser llamada crítica (poética),
sino simplemente publicidad.
Sirva pues este manual para no
equivocar ni confundir la una con la otra.