viernes, 21 de junio de 2013

CAP 2.2 LA SANTA TRINIDAD - Sólido, líquido o gaseoso


            Sabedor el hombre de su condición efímera, nunca ha dejado de soñar con la eternidad ni de sentir fascinación por todo aquello que le pudiera sobrevivir. Buena parte de esos sueños los ha puesto en abstractos o en imaginarios, en palabras trascendentes o en paraísos prometidos, pero otra buena parte los ha puesto en realidades mucho más tangibles. La Arquitectura, por el gran esfuerzo humano acumulado en su construcción, es el más tradicional de estos sueños. Así que es totalmente coherente que desde el primer tratado se la pusiera bajo la encomienda o advocación de un dios llamado FIRMITAS.





            Por si ello fuera poco, las primeras civilizaciones de la historia humana levantaron fabulosas construcciones, que aún siguen ahí recordándonos el increíble y desmesurado esfuerzo que pusieron en hacer realidad sus sueños. Por un lado, las pirámides egipcias o aztecas expresaron esta voluntad mediante el volumen colosal, mientras que por otro lado, los incas la expresaron en la perfección de la estereotomía. 



            La solidez, dice originalmente Vitrubio “depende de la firmeza de los cimientos, asentados sobre terreno firme, sin escatimar gastos y sin regatear avaramente los mejores materiales que se pueden elegir”. Es una definición interesantísima porque ya desde el origen vincula la presunta solidez de la tierra con la denominada “liquidez” económica. Para conseguir tener contento a Firmitas no hay que reparar en gastos ni regateos.

            Veinte siglos más tarde, Agustín García Calvo ha demostrado “lingüisticamente” (De Dios, ed. Lucina, Zamora 1996) que todos los dioses, incluidos los únicos, se han transfigurado en un solo llamado Dinero, que expresa el sueño del Futuro con una claridad muy superior a todos los anteriores. El fenómeno ha tenido dos repercusiones diametralmente opuestas en el territorio de los tangibles: 1) Por un lado, todo objeto nacido del Dinero está marcado por el destino de su rentabilidad, de manera que la solidez con que se construya dependerá del tiempo de vida que se le dé para que la inversión se recupere y para que el dinero pueda seguir operando. La duración de un edificio tendría entonces dos límites: un umbral inferior por debajo del cual el dinero gastado en su construcción no generaría dividendos, y un límite superior según el cual si no desaparece el edificio estaría dificultando nuevas inversiones del capital; 2) Puesto que todo nuevo edificio consagrado al Dinero tiene su fecha de caducidad, los nacidos antes del dios Dinero (Patrimonio) o los nacidos bajo la advocación del Arte, tienen patente de corso de por vida.

            Empecemos por estos últimos, pues tienen ya una larga historia. En el primero (y mejor) de su larga serie de libros sobre la Construcción de la Arquitectura, (op. cit cap 3), Ignacio Paricio dice que “a lo largo de dieciséis siglos el equilibrio vitrubiano es respetado de una manera natural con notable fidelidad” y “aunque en gran parte de la práctica edificatoria, y sobre todo en la arquitectura con menos ambiciones cultas, esa relación perdura hasta el siglo XIX, entre los tratadistas el equilibrio se rompe después de Alberti. Los autores posteriores sólo se interesan por el tercer término de la ecuación: la belleza. Así, los tratados de Vignola y de F. Blondel y sobre todo la escandalosa censura de la versión francesa del Scamozzi, apadrinada por la Academie d’Architectura señalan el giro radical en el planteamiento de los objetivos de la obra arquitectónica”.

            “Frente a la parcialización estética –sigue Paricio- nace la parcialización tecnológica” y desde entonces la propiedad de la enseñanza de la Arquitectura será objeto de disputa entre las Academias de Artes y las Universidades Politécnicas, pelea que en el ámbito de los países centroeuropeos se resuelve de un modo bastante peculiar y brillante, esto es, ni para uno ni para otro, sino para las emergentes escuelas del artesanado (volveremos más adelante sobre ello).

            La pelea a tres por la Arquitectura llevada a cabo entre las instituciones de la modernidad tiene su reflejo en otra pelea, igualmente a tres, sostenida entre los agentes productores de la Arquitectura. Se dice tan pocas veces que la Arquitectura es producto de la confluencia de un Promotor, un Constructor y un Arquitecto, que si no fuera por lo elemental que es, lo propondría como tesis de esta obra. Y ya puestos a pensar de un modo elemental y a pensar en el ámbito de un mundo anterior al Dinero, no me sustraigo a la tentación de asignar a cada uno de estos agentes una de las deidades vitrubianas, de modo que, al promotor le correspondería velar por la utilitas (como decíamos al comienzo del capítulo), al constructor por la firmitas, y al arquitecto por la venustas. Por muy simple que se vea este esquema, el ejercicio de la profesión nos ha deparado a muchos arquitectos la emotiva experiencia de algún constructor que por prurito profesional (por respeto a la firmitas) ha rechazado participar en la construcción de una obra en la que por las prisas o las chapuzas, la solidez de la edificación iba a quedar en entredicho. También algún arquitecto en un gesto meritorio, habrá rechazado alguna vez un encargo ante la fealdad que auguraba. Pero la figura clave de esta tríada es la del promotor, porque es en él en donde se ha operado la transformación clave de la deidad: mientras que el cabildo catedralicio que promueve una catedral no repara en gastos para que el templo cumpla con dignidad la función a que está destinado, el moderno empresario y el moderno político promotor sólo piensan la utilidad del edificio en tanto en cuanto sea suficiente para asegurar bien su venta o bien los votos de la siguiente campaña electoral.  Y si no se preocupan de la utilidad, cómo para pensar en su solidez.

            Ante esta dejación de sus funciones, el arquitecto, que para eso es el que lleva el nombre de la arquitectura encima, ha tenido que acudir a encender velas (o apagar fuegos) allí donde no le correspondía, sobre todo porque la legislación moderna ha encontrado en él al chivo expiatorio de las causas judiciales abiertas por la ruina prematura de algunas construcciones. Curiosamente, a ningún arquitecto se le ha procesado por lo feos que son sus edificios ni lo disparatados que son sus planeamientos. 



             Ricardo Bofill, por ejemplo, tuvo que sufrir mucha mayor persecución  porque se le cayeran las plaquetas de las fachadas de Walden  7 que por la aborrecible fealdad de dicho bloque de viviendas o por el esperpéntico planteamiento del mismo sobre el que “eminentes” críticos aún dicen cosas tan pusilánimes como éstas: “Walden 7 es el incompleto proyecto de una ciudad en el espacio para individuos liberados (¿¡!?). Heredera clara de las utopías tecnológicas del grupo Archigram, no está realizada, sin embargo, a base de viviendas cápsula sino con una tecnología no excesivamente industrializada, de hormigón armado y recubrimiento cerámico” (“La vivienda en Cataluña”, artículo de Josep María Montaner en rev. A&V n. 11 pag. 28). Nunca sabremos cuánta responsabilidad tendrá Bofill en la idea de esa montaña temblorosa de pisos o en que se le caiga el aplacado, pero lo que está claro es que su fealdad cae bajo el manto de su entera responsabilidad. Pero fealdad aparte o acaso por su misma fealdad, el hecho es que la Historia del Arte de los estilistas o las revistas de los críticos periodistas la han recogido en sus páginas con más aplauso que condena así que ese edificio ya ha entrado en la Historia de la Arquitectura y no sería de extrañar que pronto lo hiciera en el patrimonio nacional. Se arreglaron sus revestimientos y se arreglará su aluminosis si existiera, porque lo que verdaderamente hace sólido a un edificio en estos tiempos no es la construcción sino el hecho de que ya esté en la Historia del Arte. 

            En la época en que el Dinero ha puesto fecha de rentabilidad y caducidad a los objetos, la vocación de eternidad de los edificios ya no ha de confiarse a su buena construcción sino a su acceso a la Historia del Arte, ya que ésta es la única que por ahora sustrae una pequeña cuota de la producción arquitectónica a las implacables leyes del Dinero.

            Ya hemos visto en el epígrafe anterior cómo a los edificios del patrimonio artístico y cultural se les cambia el uso sin ningún pudor, dejando sus muros como carcasas contenedoras y a sus símbolos como lenguajes muertos. En el plano constructivo se podría decir otro tanto porque las obras de reparación, restauración, consolidación, rehabilitación o cualquier otro sinónimo semejante al uso, por lo general alteran hasta tal punto el lenguaje constructivo del edificio que resultan patéticas máscaras de sí mismos o cadáveres preñados de prótesis. De entre las operaciones más ridículas y frecuentes de salvaguarda del patrimonio están la del fachadismo, entre los que cabe citar como ejemplo notorio el del muy afamado Rafael Moneo en el Museo Thyssen Bornemisa de Madrid. Entrar en el viejo palacio de Villahermosa y ver todos sus techos tecnológicos minados de terminales de instalaciones es como para sentir grima. 


Pero en el plano crítico o poético, también ha generado expresiones tan grotescas como la de “consolidación de una ruina” o “rehabilitación integral” que ya nos suenan tan normales como las de “terrorismo de Estado” o “diálogo con los terroristas”.

            En la reflexión más profunda que puede hacerse sobre la solidez de un edificio y la relación entre esa firmeza de origen y su vocación de eternidad, viene a cuento la célebre distinción teológica entre la creación y la providencia, según la cual, la tarea divina no se acaba en el acto creador, sino que muy al contrario, se extiende a cada momento de la vida de sus criaturas. 


Una fotografía de Ramón Masat en Tomelloso1960, (ed Lunwerg, Madrid 1999) que muestra a una mujer de pueblo en las tareas de decoración de su casa, me dio pie en cierta ocasión a redactar un artículo para el periódico La Rioja de 9 de septiembre del 2000 titulado “Habitación” en el que exponía que el “habitar” de la fórmula corbuseriana no era la finalidad de la arquitectura sino su origen. Habitar una casa no es tanto ocuparla como “ocuparse de ella”. “Mientras que el ocupa es un invasor (y escrito con K expresa aún mejor el sentido de su agresividad) el que se ocupa de la casa es el que la habita. Habitar es hacer la casa: como el pájaro hace su nido o el caracol segrega su concha.”.  

            Según decía un corto cinematográfico que creo haber visto en el Congreso de la UIA de Madrid del año 1975, y que siento no poder atribuir a sus autores convenientemente, “a las casas las sostiene el humo”. Casa que no echaba humo, pronto se venía abajo, -decía la peliculita. La arquitectura no es un objeto inerte cuya suerte deba confiarse únicamente a la sabiduría del conocimiento y aparejo de los diferentes materiales que la conforman (aunque eso deba estar en la formación de todo arquitecto, y en ese aspecto no me cansaré de recomendar los libros de Paricio, aunque me gustaría que les bajasen los precios y no hiciesen tanto negocio con ellos); la arquitectura, digo, no es sólo un objeto bien construido ni una inversión a largo plazo cuya larga vida dependa de la liquidez que representa. A imagen y semejanza de los hombres, la arquitectura es un ser vivo que muere en cuanto le falta el aliento de sus genuinos moradores. Se le podrá sostener con vida indefinidamente, como hacen ahora con los seres humanos en los hospitales, mediante respiración artificial o asistida, intubaciones y otros artificios, pero no dejarán de ser en tal caso, cadáveres vivientes.

            Tan inertes y faltos de vida  como las obras recién acabadas y aún no habitadas. Es curioso comprobar cómo todas las revistas de arquitectura y moda ofrecen siempre imágenes de los edificios justo antes de ser habitados y siempre sin referencias humanas, fijándolos en la retina de los observadores con tal fuerza que sus habitantes más snobs (probablemente los arquitectos) no se atreverán a modificarlos. 


Es obvio que el prestigio de lo nuevo está íntimamente ligado a la cultura del consumo que el Dinero ha creado para su supervivencia y engrandecimiento. La experiencia y el sentido común nos dicen sin embargo que siempre estamos mucho más a gusto y nos sentimos más vivos y menos envarados con los zapatos viejos y con la ropa algo usada. Llegando a la aldea de Belorechenskaya en el Caucaso, Ernst Jünger lo expresaba así: “Desde aquí no presenta mal aspecto la ciudad, con sus barracas de madera y sus tejados cubiertos de musgo; aún se siente la atmósfera de cosa viva que le proporciona el trabajo de las manos y el deterioro orgánico causado por el tiempo, una atmósfera en la cual se puede vivir”.(Radiaciones, ed. Tusquets. Barcelona 1989, vol 1 pag. 412).


            En los consejos constructivos de “Un lenguaje de patrones”, Alexander recomienda con insistencia el uso de materiales blandos en las paredes o en el suelo (f 2.23) a fin de que se pueda sentir el paso del tiempo y las marcas del uso, y que pueda haber siempre un gran interacción entre la casa y el habitante: “que penetren los clavos y tachuelas y que sus superficies, incluso, cedan ligeramente al tocarlas”.


            Que los muertos disfruten de sus pétreas casas eternas, pues las casas de los hombres se hacen y sostienen con sus cuidados y caricias.