Sabedor
el hombre de su condición efímera, nunca ha dejado de soñar con la eternidad ni
de sentir fascinación por todo aquello que le pudiera sobrevivir. Buena parte
de esos sueños los ha puesto en abstractos o en imaginarios, en palabras
trascendentes o en paraísos prometidos, pero otra buena parte los ha puesto en
realidades mucho más tangibles. La Arquitectura, por el gran esfuerzo humano
acumulado en su construcción, es el más tradicional de estos sueños. Así que es
totalmente coherente que desde el primer tratado se la pusiera bajo la
encomienda o advocación de un dios llamado FIRMITAS.
Por si ello
fuera poco, las primeras civilizaciones de la historia humana levantaron
fabulosas construcciones, que aún siguen ahí recordándonos el increíble y desmesurado
esfuerzo que pusieron en hacer realidad sus sueños. Por un lado, las pirámides
egipcias o aztecas expresaron esta voluntad mediante el volumen colosal, mientras que por otro lado, los incas la expresaron en la
perfección de la estereotomía.
La solidez,
dice originalmente Vitrubio “depende de la firmeza de los cimientos,
asentados sobre terreno firme, sin escatimar gastos y sin regatear avaramente
los mejores materiales que se pueden elegir”. Es una definición interesantísima
porque ya desde el origen vincula la presunta solidez de la tierra con la
denominada “liquidez” económica. Para conseguir tener contento a Firmitas no
hay que reparar en gastos ni regateos.
Veinte
siglos más tarde, Agustín García Calvo ha demostrado “lingüisticamente” (De
Dios, ed. Lucina, Zamora 1996) que todos los dioses, incluidos los únicos, se
han transfigurado en un solo llamado Dinero, que expresa el sueño del Futuro
con una claridad muy superior a todos los anteriores. El fenómeno ha tenido dos
repercusiones diametralmente opuestas en el territorio de los tangibles: 1) Por
un lado, todo objeto nacido del Dinero está marcado por el destino de su
rentabilidad, de manera que la solidez con que se construya dependerá del
tiempo de vida que se le dé para que la inversión se recupere y para que el
dinero pueda seguir operando. La duración de un edificio tendría entonces dos
límites: un umbral inferior por debajo del cual el dinero gastado en su
construcción no generaría dividendos, y un límite superior según el cual si no
desaparece el edificio estaría dificultando nuevas inversiones del capital; 2)
Puesto que todo nuevo edificio consagrado al Dinero tiene su fecha de
caducidad, los nacidos antes del dios Dinero (Patrimonio) o los nacidos bajo la
advocación del Arte, tienen patente de corso de por vida.
Empecemos
por estos últimos, pues tienen ya una larga historia. En el primero (y mejor)
de su larga serie de libros sobre la Construcción de la Arquitectura, (op. cit
cap 3), Ignacio Paricio dice que “a lo largo de dieciséis siglos el
equilibrio vitrubiano es respetado de una manera natural con notable fidelidad”
y “aunque en gran parte de la práctica edificatoria, y sobre todo en la
arquitectura con menos ambiciones cultas, esa relación perdura hasta el siglo
XIX, entre los tratadistas el equilibrio se rompe después de Alberti. Los
autores posteriores sólo se interesan por el tercer término de la ecuación: la
belleza. Así, los tratados de Vignola y de F. Blondel y sobre todo la
escandalosa censura de la versión francesa del Scamozzi, apadrinada por la
Academie d’Architectura señalan el giro radical en el planteamiento de los
objetivos de la obra arquitectónica”.
“Frente
a la parcialización estética –sigue Paricio- nace la parcialización
tecnológica” y desde entonces la propiedad de la enseñanza de la
Arquitectura será objeto de disputa entre las Academias de Artes y las
Universidades Politécnicas, pelea que en el ámbito de los países centroeuropeos
se resuelve de un modo bastante peculiar y brillante, esto es, ni para uno ni
para otro, sino para las emergentes escuelas del artesanado (volveremos más
adelante sobre ello).
La pelea a
tres por la Arquitectura llevada a cabo entre las instituciones de la
modernidad tiene su reflejo en otra pelea, igualmente a tres, sostenida entre
los agentes productores de la Arquitectura. Se dice tan pocas veces que la
Arquitectura es producto de la confluencia de un Promotor, un Constructor y un
Arquitecto, que si no fuera por lo elemental que es, lo propondría como tesis
de esta obra. Y ya puestos a pensar de un modo elemental y a pensar en el
ámbito de un mundo anterior al Dinero, no me sustraigo a la tentación de
asignar a cada uno de estos agentes una de las deidades vitrubianas, de modo
que, al promotor le correspondería velar por la utilitas (como decíamos al
comienzo del capítulo), al constructor por la firmitas, y al arquitecto por la
venustas. Por muy simple que se vea este esquema, el ejercicio de la profesión
nos ha deparado a muchos arquitectos la emotiva experiencia de algún
constructor que por prurito profesional (por respeto a la firmitas) ha
rechazado participar en la construcción de una obra en la que por las prisas o
las chapuzas, la solidez de la edificación iba a quedar en entredicho. También
algún arquitecto en un gesto meritorio, habrá rechazado alguna vez un encargo
ante la fealdad que auguraba. Pero la figura clave de esta tríada es la del
promotor, porque es en él en donde se ha operado la transformación clave de la
deidad: mientras que el cabildo catedralicio que promueve una catedral no
repara en gastos para que el templo cumpla con dignidad la función a que está
destinado, el moderno empresario y el moderno político promotor sólo piensan la
utilidad del edificio en tanto en cuanto sea suficiente para asegurar bien su
venta o bien los votos de la siguiente campaña electoral. Y si no se preocupan de la utilidad, cómo
para pensar en su solidez.
Ante esta
dejación de sus funciones, el arquitecto, que para eso es el que lleva el
nombre de la arquitectura encima, ha tenido que acudir a encender velas (o
apagar fuegos) allí donde no le correspondía, sobre todo porque la legislación
moderna ha encontrado en él al chivo expiatorio de las causas judiciales
abiertas por la ruina prematura de algunas construcciones. Curiosamente, a
ningún arquitecto se le ha procesado por lo feos que son sus edificios ni lo
disparatados que son sus planeamientos.
Ricardo Bofill, por ejemplo, tuvo que
sufrir mucha mayor persecución porque se
le cayeran las plaquetas de las fachadas de Walden 7 que por la aborrecible fealdad de dicho
bloque de viviendas o por el esperpéntico planteamiento del
mismo sobre el que “eminentes” críticos aún dicen cosas tan pusilánimes como
éstas: “Walden 7 es el incompleto proyecto de una ciudad en el espacio para
individuos liberados (¿¡!?). Heredera clara de las utopías tecnológicas
del grupo Archigram, no está realizada, sin embargo, a base de viviendas
cápsula sino con una tecnología no excesivamente industrializada, de hormigón armado
y recubrimiento cerámico” (“La vivienda en Cataluña”, artículo de Josep
María Montaner en rev. A&V n. 11 pag. 28). Nunca sabremos cuánta
responsabilidad tendrá Bofill en la idea de esa montaña temblorosa de pisos o
en que se le caiga el aplacado, pero lo que está claro es que su fealdad cae
bajo el manto de su entera responsabilidad. Pero fealdad aparte o acaso por su
misma fealdad, el hecho es que la Historia del Arte de los estilistas o las
revistas de los críticos periodistas la han recogido en sus páginas con más
aplauso que condena así que ese edificio ya ha entrado en la Historia de la
Arquitectura y no sería de extrañar que pronto lo hiciera en el patrimonio
nacional. Se arreglaron sus revestimientos y se arreglará su aluminosis si
existiera, porque lo que verdaderamente hace sólido a un edificio en estos
tiempos no es la construcción sino el hecho de que ya esté en la Historia del
Arte.
En la época
en que el Dinero ha puesto fecha de rentabilidad y caducidad a los objetos, la
vocación de eternidad de los edificios ya no ha de confiarse a su buena
construcción sino a su acceso a la Historia del Arte, ya que ésta es la única
que por ahora sustrae una pequeña cuota de la producción arquitectónica a las
implacables leyes del Dinero.
Ya hemos visto
en el epígrafe anterior cómo a los edificios del patrimonio artístico y
cultural se les cambia el uso sin ningún pudor, dejando sus muros como carcasas
contenedoras y a sus símbolos como lenguajes muertos. En el plano constructivo
se podría decir otro tanto porque las obras de reparación, restauración,
consolidación, rehabilitación o cualquier otro sinónimo semejante al uso, por
lo general alteran hasta tal punto el lenguaje constructivo del edificio que
resultan patéticas máscaras de sí mismos o cadáveres preñados de prótesis. De
entre las operaciones más ridículas y frecuentes de salvaguarda del patrimonio
están la del fachadismo, entre los que cabe citar como ejemplo notorio el del
muy afamado Rafael Moneo en el Museo Thyssen Bornemisa de Madrid. Entrar en el
viejo palacio de Villahermosa y ver todos sus techos tecnológicos minados de
terminales de instalaciones es como para sentir grima.
Pero en
el plano crítico o poético, también ha generado expresiones tan grotescas como
la de “consolidación de una ruina” o “rehabilitación integral” que ya nos
suenan tan normales como las de “terrorismo de Estado” o “diálogo con los
terroristas”.
En la reflexión más profunda que puede hacerse sobre la
solidez de un edificio y la relación entre esa firmeza de origen y su vocación
de eternidad, viene a cuento la célebre distinción teológica entre la creación
y la providencia, según la cual, la tarea divina no se acaba en el acto
creador, sino que muy al contrario, se extiende a cada momento de la vida de sus
criaturas.
Una fotografía de Ramón Masat en Tomelloso1960, (ed Lunwerg, Madrid
1999) que muestra a una mujer de pueblo en las tareas de
decoración de su casa, me dio pie en cierta ocasión a redactar un artículo para
el periódico La Rioja de 9 de septiembre del 2000 titulado “Habitación” en el
que exponía que el “habitar” de la fórmula corbuseriana no era la finalidad de
la arquitectura sino su origen. Habitar una casa no es tanto ocuparla como
“ocuparse de ella”. “Mientras que el ocupa es un invasor (y escrito con K
expresa aún mejor el sentido de su agresividad) el que se ocupa de la casa es
el que la habita. Habitar es hacer la casa: como el pájaro hace su nido o el
caracol segrega su concha.”.
Según decía
un corto cinematográfico que creo haber visto en el Congreso de la UIA de
Madrid del año 1975, y que siento no poder atribuir a sus autores
convenientemente, “a las casas las sostiene el humo”. Casa que no echaba humo,
pronto se venía abajo, -decía la peliculita. La arquitectura no es un objeto
inerte cuya suerte deba confiarse únicamente a la sabiduría del conocimiento y
aparejo de los diferentes materiales que la conforman (aunque eso deba estar en
la formación de todo arquitecto, y en ese aspecto no me cansaré de recomendar
los libros de Paricio, aunque me gustaría que les bajasen los precios y no
hiciesen tanto negocio con ellos); la arquitectura, digo, no es sólo un objeto
bien construido ni una inversión a largo plazo cuya larga vida dependa de la
liquidez que representa. A imagen y semejanza de los hombres, la arquitectura
es un ser vivo que muere en cuanto le falta el aliento de sus genuinos
moradores. Se le podrá sostener con vida indefinidamente, como hacen ahora con
los seres humanos en los hospitales, mediante respiración artificial o
asistida, intubaciones y otros artificios, pero no dejarán de ser en tal caso,
cadáveres vivientes.
Tan inertes
y faltos de vida como las obras recién
acabadas y aún no habitadas. Es curioso comprobar cómo todas las revistas de
arquitectura y moda ofrecen siempre imágenes de los edificios justo antes de
ser habitados y siempre sin referencias humanas, fijándolos en la retina de los observadores
con tal fuerza que sus habitantes más snobs (probablemente los arquitectos) no
se atreverán a modificarlos.
Es obvio que el prestigio de lo
nuevo está íntimamente ligado a la cultura del consumo que el Dinero ha creado
para su supervivencia y engrandecimiento. La experiencia y el sentido común nos
dicen sin embargo que siempre estamos mucho más a gusto y nos sentimos más
vivos y menos envarados con los zapatos viejos y con la ropa algo usada.
Llegando a la aldea de Belorechenskaya en el Caucaso, Ernst Jünger lo expresaba
así: “Desde aquí no presenta mal aspecto la ciudad, con sus barracas de
madera y sus tejados cubiertos de musgo; aún se siente la atmósfera de cosa
viva que le proporciona el trabajo de las manos y el deterioro orgánico causado
por el tiempo, una atmósfera en la cual se puede vivir”.(Radiaciones, ed.
Tusquets. Barcelona 1989, vol 1 pag. 412).
En los
consejos constructivos de “Un lenguaje de patrones”, Alexander recomienda con
insistencia el uso de materiales blandos en las paredes o en el suelo (f
2.23) a fin de que se pueda sentir el paso del tiempo y las marcas del uso,
y que pueda haber siempre un gran interacción entre la casa y el habitante:
“que penetren los clavos y tachuelas y que sus superficies, incluso, cedan
ligeramente al tocarlas”.
Que los
muertos disfruten de sus pétreas casas eternas, pues las casas de los hombres
se hacen y sostienen con sus cuidados y caricias.